Igualdad salarial de género, una tarea pendiente

En la Unión Europea, las mujeres cobran de media un 13% menos que los hombres. Y la desigualdad salarial en Cataluña todavía es mayor, ya que alcanza el 20%. Letonia y Estonia son los únicos estados de la UE con una mayor desigualdad salarial. Por suerte, el problema podría reducirse gracias a las nuevas normas de transparencia salarial.

 

Según los últimos datos de Idescat, las mujeres en Cataluña cobran un 20% menos que los hombres. Mientras que la media del salario bruto anual de los hombres se situó en 2020 por encima de los 30.000 euros, el de las mujeres no alcanzó los 24.100 euros. El dato es bastante peor que el de la Unión Europea, donde las mujeres cobran de media un 13% menos que los hombres por hora trabajada. De hecho, Letonia y Estonia son los únicos estados de la UE con una brecha mayor que Cataluña.

El principio de igualdad de retribución está consagrado en el artículo 157 del texto fundacional de la Unión Europea. Sin embargo, la brecha salarial de género apenas ha disminuido en una década, ya que ha pasado del 15,8% en 2010 al 13% en 2020. Por eso el 22 de febrero se conmemora el Día Europeo de la Igualdad Salarial, que pretende poner el foco en el problema para que los miembros de la UE tomen medidas.

Hay que tener en cuenta que existen diversas desigualdades subyacentes a esta brecha salarial. No solo es que las mujeres ganen menos que los hombres cuando realizan el mismo trabajo. Además, las mujeres están sobrerrepresentadas en sectores de remuneración relativamente baja, como la prestación de cuidados y la educación, mientras que el llamado techo de cristal da lugar a una infrarrepresentación femenina en los puestos directivos.

 

Transparencia contra la desigualdad

Por suerte, la presidencia checa y el Parlamento Europeo alcanzaron en diciembre un acuerdo provisional sobre las normas de transparencia retributiva. Este facultará a las mujeres para que apliquen el principio de igualdad de retribución por un mismo trabajo mediante un conjunto de medidas vinculantes en materia de transparencia retributiva.

Para evitar la discriminación, las empresas deberán asegurarse de que sus empleados pueden acceder a los criterios para determinar la remuneración y los posibles aumentos salariales. Los trabajadores y sus representantes también tendrán derecho a solicitar y recibir información sobre su nivel retributivo individual y sobre los niveles retributivos medios de los trabajadores que realicen el mismo trabajo o un trabajo de igual valor, desglosados por sexos.

Las empresas con una plantilla de más de 100 personas también tendrán que informar sobre la brecha salarial entre trabajadoras y trabajadores. Cuando exista una diferencia en el nivel salarial medio entre hombres y mujeres de al menos un 5% sin justificar, el empleador deberá realizar una evaluación que incluya medidas para corregir las diferencias salariales injustificadas.

 

Sanciones para los infractores

Los trabajadores cuyo empleador no haya respetado el principio de igualdad de retribución tendrán derecho a reclamar una indemnización. Los tribunales podrán ordenar a la empresa que ponga fin a la infracción y adopte medidas correctoras. Tanto los organismos de igualdad como los representantes de los trabajadores podrán actuar en nombre de uno o varios empleados para hacer cumplir el principio de igualdad de retribución.

Ojalá estos sean los primeros pasos hacia una igualdad real entre hombres y mujeres en cuanto a retribuciones y oportunidades laborales. Faltará que los estados miembros de la UE adapten su legislación a la nueva directiva. Para ello disponen de un plazo de tres años.

Es curioso que Luxemburgo, el país que tiene la media salarial más elevada de la UE, con más de 70.000 euros al año, sea también el que ofrece una menor brecha salarial de género: las mujeres solo cobran un 0,7% menos que los hombres, según Eurostat.

 

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Va ser a finals del segle XI quan el feudalisme finalment s’imposaria. Els senyors feudals, nobles o membres de l’Església, obligarien els camperols a entregar un excedent sobre la seva feina, castrant les seves llibertats i forçant l’endeutament d’una gran part de la població. Oriol Garcia Farré, agent d’11Onze i historiador, ens ho explica.

 

Es tractava d’un sistema polític, econòmic, jurídic i social establert durant l’Edat Mitjana per tot el continent Europeu. Els regnes es dividien en petits territoris que tenien certa independència, els quals eren administrats pels nous senyors feudals, laics i eclesiàstics, que proporcionaven ‘protecció’ als camperols adscrits a la terra, a canvi de tributs i treball.

Almenys aquesta era la retòrica oficial, com explica Garcia, “la majoria de la documentació existent sobre el procés de feudalització només explica el que als senyors o als eclesiàstics els interessà documentar”, i continua, “tingueu present que en aquesta documentació quedaran al marge amplis sectors de la societat, com per exemple els pagesos”.

Obligatorietat de generar un excedent

Amb la imposició del feudalisme, la producció agrícola i ramadera va convertir-se en el pilar de l’economia. L’explotació sistemàtica dels pagesos a través del cobrament de tributs, sense els quals “no hauria estat mai possible la construcció de castells, torres, monestirs o les portalades romàniques”, apunta Garcia, donarà pas a la necessitat de “demandar i lligar noves terres de conreu”.

Així doncs, es va produir una intensificació de l’agricultura esperonada per la coerció dels senyors feudals exercida sobre les comunitats de pagesos lliures, “que durant tot aquest procés de feudalització van estar empeses a abandonar la seva economia de subsistència, amb l’única finalitat de generar un excedent”, afirma Garcia.

 

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Finalizamos el recorrido cronológico que nos ha acercado a la historia de la reivindicación del ‘yo femenino’, a través de cinco mujeres que han marcado el curso de la historia contemporánea, escrita en femenino y desde nuestra casa. Siglos de historia que han dado pie a pequeñas y grandes victorias para la normalización de un punto de vista basado en puras convenciones sociales que poco tienen que ver con la naturaleza humana. Ahora, el feminismo en el siglo XXI continúa levantando la voz para una de las reivindicaciones históricas más antiguas: la igualdad entre mujeres y hombres.

 

Mirar atrás nos sirve para comprobar que, a pesar de que la historia ha sido escrita por hombres, las mujeres han tenido un papel clave. En todos los ámbitos y desde todas las luchas. Protagonistas a la sombra de la historia de la humanidad, donde cada lucha y cada derecho adquirido a favor del género femenino se ha debatido de nuevo más adelante. Una historia circular que nos evoca constantemente e independientemente del país o del momento a un mismo punto: todo el camino recorrido nos ha permitido avanzar, en más o menos medida, según la sociedad y el prisma subjetivo con el cual lo miramos. Un adelanto, pero, insuficiente. La lucha no se para. La igualdad todavía queda lejos para las jóvenes generaciones.

 

La superioridad masculina y el #patriarcado

La superioridad moral (y nada más que moral) entre sexos, etnias, culturas o clases sociales no hace más que evidenciar un afán de control que, lejos de ser natural, nace de construcciones sociales basadas en el poder, a menudo vinculado al dinero o directamente a la fuerza física. Cualquier razonamiento o comportamiento que nazca de la superioridad no podrá ser considerado justo y, por lo tanto, no tendría que ser considerado feminista. La eternización de la lucha feminista nos evoca a múltiples conclusiones. Ponemos una sobre la mesa: para continuar avanzando, los hombres tienen que tomar partido.

La historia ha sido escrita por el hombre, el mundo ha sido liderado por el hombre e incluso las religiones son altamente masculinas. ¿Podemos hablar de progreso si todavía contamos cada mujer que por primera vez accede a un lugar de poder? ¿Si hacen falta leyes para conseguir paridad laboral? ¿Si el cuerpo de la mujer, las decisiones maternales o la forma de vestir se deciden por hombres en todo el mundo o si la violencia machista continúa asesinando y violando a niñas, chicas y mujeres al lado de casa? Si todo esto es lo que constituye el mundo actual en el cual vivimos, cambiarlo tiene que ser, sin duda, una cuestión genérica. No se puede redefinir el papel de la mujer sin redefinir el del hombre. Y todo recae en la educación, que tiene que alejarse del patriarcado, el término que define la organización social dominada por hombres.

 

#NotAllMen, pero sí todas las mujeres

La mitad de la población todavía vive bajo el estigma del sexo débil, bajo el control del patriarcado y con la certeza que, a pesar de no verse directamente afectada una misma o las mujeres de mi entorno, mirando a ambos lados todo el mundo tiene alguna historia próxima que evidencia todo el trabajo que queda por hacer. A lo largo de la historia, el feminismo ha pasado por varios estados que, siguiendo el contexto de cada momento, han implicado un tipo de lucha u otra, basada en ideales conservadores, liberales o reivindicativos. Son muchas las mujeres a las cuales podríamos poner cara y de las cuales podemos explicar la historia. Algunas de ellas han conseguido grandes adelantos para las mujeres, otras simplemente allanaron el camino con ideas, obras o abriendo puertas que hasta entonces restaban cerradas.

El feminismo, entendido como la búsqueda de igualdad entre hombres y mujeres, tiene tantas interpretaciones, corrientes o significados como personas hablen de ello. Interpretaciones que varían según la educación recibida, la tradición familiar o los comportamientos que cada cual ha visto en su casa. Es comprensible, pues, que aparezcan pensamientos como por ejemplo que las mujeres feministas son unas “exageradas”, que “no existen desigualdades hoy en día” o que la vida se tiene que vivir “tal como se ha hecho toda la vida”, justificando que las tradiciones, por más misóginas que sean, se tienen que respetar antes de cambiarlas para conseguir paridad. Ante esta realidad, con más énfasis hay que recalcar que el feminismo tiene que partir del respeto, la base a partir de la cual se aspirará a la libertad. ¿Puede ser libre quien vive con la mirada puesta en los otros?

 

De la liberación a la normalización sexual #lovewins

Son muchas las sociedades que han aceptado que la orientación sexual no tiene que ser motivo de odio, y mucho menos de agresiones o sentencias legales. Se normaliza la libertad sexual y se dejan atrás algunos estigmas vinculados a la sexualidad, especialmente entre las generaciones jóvenes y en los países occidentales. Una desestigmatización que nace en la conciencia sobre el propio cuerpo, la libertad de decisión, y el respeto hacia otras ideologías. También en la construcción de parejas proliferan deprisa como el poliamor o las relaciones abiertas, que más allá del anhelo propio de cualquier generación de jóvenes para descubrirse, probar cosas nuevas y vivir experiencias, también evidencia y otorga esperanza ante un futuro que se pronostica como respetuoso y de mentalidad abierta. Juicios morales, los mínimos. Libertad y respeto por encima de todo.

Una vez más, y lamentablemente, no hay ninguna situación o contexto libre de agresiones por parte de personas que por sexo u orientación sexual se sienten con superioridad respecto a quien es diferente. La orientación sexual todavía es motivo de agresiones, y no se paran tampoco las relaciones amorosas conservadoras y con roles de género marcados por la presencia masculina. Tampoco se paran las relaciones forzadas, la violencia física, mental y sexual hacia las mujeres, la sexualización del cuerpo femenino o el juicio social e individual hacia las mujeres para disfrutar de una sexualidad llena y fundamentada con su libertad. Libertad, pero, que la sociedad se esfuerza a remarcar que es limitada, siempre dentro de cánones sociales, estándares y sujeta a múltiples críticas a los ojos del mundo. Quizás por este motivo, porque el adelanto nunca es suficiente ni generalizado, la lucha feminista constantemente comparte espacio con la lucha de otras minorías o colectivos en búsqueda de la libertad que por naturaleza tendría que ser adjudicada.

 

La lucha será compartida o no será #MeToo

La realidad de movimientos como el #MeToo corrobora que en el momento que una mujer levanta la voz para hacer una denuncia, aparecen miles a su lado que han vivido lo mismo y, sea por desconocimiento, por miedo, o por el sentimiento de normalidad ante actitudes que no tendrían que serlo, han preferido callar durante años. Y es que, ¿qué tipo de normalidad puede ser vivir en pleno siglo XXI, donde prevalecen unos minutos de satisfacción sexual de un hombre ante la vida de una mujer? Son muchas las batallas ganadas, los adelantos y los escenarios donde se está logrando la paridad. Son muchos los hombres que han sido educados y educan desde este prisma del respeto, independientemente del sexo o la orientación sexual, y también cada vez son más los jóvenes que crecen sin el estigma del patriarcado de base y las jóvenes que identifican y denuncian cualquier situación que va en contra de su libertad.

De todas las cosas positivas que podríamos listar y sentirnos orgullosas, principalmente por respecto a todas las que han dedicado su vida a la causa e incluso la han perdido, hay una que resalta por encima de todas: la lucha por la vida. En el momento que desaparezca la superioridad moral que sentencia vidas a cambio de ideales en todo el mundo, el feminismo podrá dar el paso definitivo para empezar a hablar de libertad.

 

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La historiografía española tradicional, articulada en torno a la Real Academia de la Historia —con sede permanente en Madrid—, todavía en el siglo XXI sigue sosteniendo el concepto de “Reconquista”. Un término cargado de intencionalidad política, que sirve para alimentar a los postulados más unitaristas de la política española —especialmente de la derecha y la ultraderecha—, lo que permite perpetuar una visión monolítica y teleológica del pasado peninsular.

 

Por suerte, desde el fin de la dictadura franquista, una nueva generación de historiadores rompió con los dogmas impuestos por el régimen, inspirándose en las metodologías de la Escuela de los Anales y del modelo científico francés. Este giro supuso asumir que las fuentes documentales no reflejaban la totalidad de la realidad social, sino únicamente lo que el poder había decidido registrar. Así, la mayor parte de la sociedad —sobre todo las comunidades campesinas— había quedado deliberadamente excluida de ese relato épico oficial.

La progresiva incorporación de la arqueología como fuente primaria permitió compensar el sesgo documental. Esta mirada renovada desmontó la narrativa tradicional y abrió la puerta a estudiar formas de organización social y modelos de asentamiento históricamente invisibilizados. Gracias a ello, pudieron investigarse dinámicas productivas, procesos de distribución y reorganizaciones territoriales que hasta hace pocas décadas permanecían escondidos.

Además, esta metodología ha ido evidenciando las contradicciones flagrantes entre el registro documental y los restos arqueológicos, poniendo al descubierto numerosos casos de documentación falsificada, especialmente en litigios entre instituciones eclesiásticas y comunidades campesinas, sobre todo en lo que se refiere a propiedades, derechos de explotación o límites territoriales. Este hecho ha puesto de manifiesto que el poder no solamente controlaba la producción del excedente, sino que legitimaba su derecho a hacerlo.

Hoy en día, el consenso historiográfico está claro: la formación del feudalismo en la península Ibérica no puede entenderse como un proceso lineal ni homogéneo. Las investigaciones más recientes muestran que no hubo un único “modelo feudal peninsular”, sino una constelación de procesos territoriales con cronologías, intensidades y formas de articulación diversas. Lejos de una simple importación del modelo franco, el feudalismo castellanoleonés se construyó sobre una base compleja en la que confluyen estructuras heredadas de la Antigüedad tardía, transformaciones internas derivadas de la presión militar en la frontera con Al-Ándalus y la concentración del poder territorial en manos de una minoría de élites locales.

En definitiva, estos estudios han mostrado que, a lo largo de los siglos, las estructuras de poder han ejercido una coerción sistémica sobre las capas subalternas, imponiendo progresivamente la generación de excedentes para sostener a los sectores más improductivos de la sociedad. Solo a través de una mirada poliédrica —económica, social, cultural y mental— será posible comprender la complejidad de una realidad peninsular radicalmente plural y diversa, muy alejada de la simplificación que pivota sobre la supuesta e inalterable esencia de España.

 

La creación de una nueva realidad histórica

La expansión castellano-leonesa puede ser leída —si se quiere— como una historia del Far West por la sorprendente similitud entre ambas expansiones, tanto en la dinámica de empleo y transformación como en su posterior consolidación territorial. Así, si se sustituye las cimitarras árabes por arcos y flechas indios, las espadas por revólveres de cowboys y los castillos de piedra por los fuertes de madera del séptimo de caballería, el resultado es un relato digno de la industria cinematográfica del western.

Sin embargo, esta analogía debe servirnos para alejarnos de la épica española fundamentada en el “destino en lo universal” y asumir —de una vez por todas— que el proceso vivido por el mundo astur a finales del siglo VIII no es un hecho aislado ni, con mucho, el resultado de una idea sustancial inmundo. Se trata, más bien, de eventos plenamente similares a los que se produjeron en otros territorios del solar hispánico.

Un caso paradigmático fue el reino de Pamplona, ​​que, solo medio siglo más tarde, adoptó un mecanismo de legitimación muy parecido: la proclamación regía —sin aval carolingio ni presión califal inmediata—, sustentada por la Iglesia y por un relato heroico —Roldán y Roncesvalles— que, a imagen del modelo asturiano real.

A partir de este postulado, podemos entender cómo se gestó la nueva realidad política del noroeste peninsular a partir del siglo IX. La aparición de una nueva oligarquía de magnates ovetenses, enriquecidos gracias a una eficiente economía del pillaje — sobre tierras califales— alteró el status quo tribal de elección colectiva, sustituyéndolo por la transmisión hereditaria del poder dentro de una sola familia. Esta ruptura con el pasado tomó forma concreta y perdurable con la fundación de una nueva capital sobre los restos de un antiguo campamento militar romano. De este modo, León se convirtió en el nuevo epicentro del poder regio astur-leonés.

El gesto no solo implicó el desplazamiento del epicentro político de Oviedo a León, sino también la adopción de una nueva intitulación —Rex Hispaniae—, lo que evocaba la noción plural de la Hispania, configurada a partir de las antiguas provincias tardorromanas. Sin embargo, los navarros proclamarán a Eneko Aritza —o Íñigo Arista— como Rex Pampilonensium, una titulación que subrayaba su autonomía y que, a su vez, reivindicaba un poder anclado en un territorio concreto y en una comunidad política diferenciada. La coexistencia de estas dos fórmulas —una de alcance peninsular y otra de raíz estrictamente regional— ilustra perfectamente la fragmentación del poder y la pluralidad de proyectos políticos que caracterizaron a la península Ibérica en la alta edad media. En definitiva, la noción de “Hispania” quedaba lejos de unificarse bajo una sola corona, sino que se convertía en un espacio disputado, donde cada reino buscaba legitimarse a partir de su propia tradición y genealogía.

La nueva dinastía leonesa reorganizó su espacio político en cuatro territorios: Galicia, Asturias, Cantabria y Bardulia— partir del siglo X, conocido como Castilla— articulados mediante una moderna red urbana concebida para satisfacer las necesidades de una aristocracia cada vez más dependiente de la política expansiva real. En paralelo, el sur fue objeto de un intenso encumbramiento militar para garantizar la seguridad del reino. Desde entonces, aquel territorio situado al sur de la frontera fue conocido— tanto como entidad política sino como espacio de marca defensiva— con el nombre de Extremadura, del latín Extrema Durii, “el extremo del Duero”

A diferencia de los valles asturianos del norte, esta Extremadura —es decir, la franja comprendida entre los ríos Duero y Tajo— ofrecía amplias llanuras y bosques aptos para imponer, de forma progresiva y coercitiva, la producción cerealística y ganadera a gran escala, base de la supervivencia del reino leonés.

Únicamente esa mirada explica el porqué del enorme dinamismo económico que la dinastía leonesa experimentó a lo largo de los siglos X–XII. Por tanto, continuando con la analogía del Far West —como un buscador de oro enloquecido—, el reino de León siempre necesitó nuevos territorios para seguir alimentando su codicia y la de sus aliados, a fin de mantener la estructura política, económica y cultural del reino.

Si se sustituye las cimitarras árabes por arcos y flechas indios, las espadas por revólveres de cowboys y los castillos de piedra por los fuertes de madera del séptimo de caballería, el resultado es un relato digno de la industria cinematográfica del western.

La propaganda como arma de destrucción masiva

Cada vez que las arcas del reino leonés exigían mayores ingresos, la receta era invariable: expandirse a costa de las tierras bajo jurisdicción califal. Esta sed constante de recursos obedecía —sobre todo— a los caprichos de las élites: la ampliación de algún palacio o catedral, el encargo de una pintura mural que respondía a gusto puramente ornamental e ideológico, la adquisición de reliquias de procedencia más que dudosa, la compra de fastuosas joyas para con especies venidas de Oriente, y —aún más importante— varios viajes devotos —y muy costosos— para venerar al Santo Sepulcro de Jerusalén. En resumen, gastos absolutamente imprescindibles para la buena marcha de la economía interna del reino.

Además, era necesario mantener una élite guerrera que garantizara el estatus de las élites, lo que representaba una sangría económica tan grande para las arcas reales —y, de paso, para las comunidades campesinas— que la única manera de legitimarla era tener a estos guerreros siempre en movimiento. No vaya a ser que, aburridos, empezaran a buscar enemigos dentro de casa, como muestran numerosos episodios documentados en el siglo XI. Ante este peligro, las élites leonesas optaron por canalizar la violencia feudal hacia afuera, inventando y magnificando a un enemigo externo: el infiel del mundo califal que, al defenderse de los ataques feudales, justificaba aún más la política expansiva leonesa.

Pero ninguna conquista puede perdurar sin un relato que le dé cobertura moral. Las crónicas —como hoy la televisión o el cine— eran el amplificador perfecto: escogían el plan, recortaban la realidad, hinchaban la victoria más escasa y escondían la derrota más humillante. Todo envuelto en un discurso heroico que convertía un saqueo en obra pía y una maniobra indigna en gesta fundacional. No explicaban lo que ocurría, sino lo que convenía que quedara para la posteridad.

Y aquí es donde entran en escena las crónicas Albeldense, Rotense y Sebastianense: plumas que escriben al ritmo que marca la espada, redactadas ex post para levantar una memoria hecha a medida. Gracias a ellas, la usurpación se disfrazó de gesta y la dinastía leonesa se autoproclamó heredera directa del legendario reino de los vasos. Paradoja suprema: la misma dinastía que, en su momento, había hecho todo lo posible para diferenciarse —o incluso renegar— de ese legado, ahora le reivindicaba como pedigrí fundacional.

Para dar cuerpo a la leyenda, no dudaron en inventar héroes como Pelayo y batallas como Covadonga —episodios que, en el mejor de los casos, solo aparecen mencionados de paso en relatos redactados siglos después de los hechos que pretenden describir. De hecho, las crónicas árabes contemporáneas ni siquiera hacen mención de ello, lo que revela hasta qué punto estos mitos son construcciones políticas más que testigos históricos.

Estas crónicas— fundamento sobre el que se levanta la idea historiográfica de la “Reconquista”— no son una ventana transparente al pasado, sino un escaparate de propaganda política y económica al servicio de una dinastía y de una aristocracia con hambre de tierras y con voluntad de perpetuar su estatus. Lejos de limitarse a explicar acontecimientos, anclan la ficción de una misión histórica y construyen un derecho inventado para intervenir sobre territorios y comunidades que, hasta entonces, habían vivido al margen de la nueva maquinaria de poder. Una ficción que, más de un milenio después, todavía respira… y que, en algunos ámbitos académicos castellanos, sigue siendo venerada con la fe ciega de un dogma.

 

Un territorio de “personas libres”

Desde el inicio de la expansión feudal —a inicios del siglo IX— los territorios del noroeste peninsular se configuraron bajo la fórmula jurídico-administrativa —fundamentada en el derecho romano— del dominium, lo que designaba que, como titular de la propiedad de la tierra, había un dominus o señor. Por tanto, el rey o el conde se convirtió —desde el principio— en el propietario final de todas aquellas tierras que se fueran expropiando.

Ningún señor tendría interés en poseer tierras, aguas, rebaños o molinos si no hubiera campesinos capaces de organizar procesos de trabajo estables que convirtieran el esfuerzo en renta. Por eso, a partir del siglo X, la política expansiva leonesa se ejecutó por medio de las comunidades de “villa y tierra”, que se convertirían en el elemento clave de organización político-jurídica dentro de los nuevos territorios expropiados.

Contrariamente a lo que sostiene la historiografía tradicional, estos territorios no eran un desierto en el sentido literal de la palabra, es decir, completamente vacíos de población. El término desierto se ha utilizado de forma interesada para justificar el empleo, cuando en realidad hacía referencia a zonas que no se encontraban bajo jurisdicción efectiva del poder leonés o castellano. Vivían comunidades campesinas libres, con formas propias de autogobierno y gestión de recursos, que escapaban al control fiscal y jurisdiccional de los nuevos señores.

El verdadero peligro para la aristocracia no era, pues, un supuesto vacío demográfico, sino la existencia de estos grupos independientes a someter. Para conseguirlo, se crearon mecanismos de endeudamiento brutal —cartas de poblamiento, contratos de “presura”— que inmovilizaban a la población, la adscribían a la tierra y permitían imponer la producción cerealista y ganadera a gran escala, con el objetivo de asegurar la continuidad de las rentas de los señores.

Con el tiempo, las tierras terminaban cedidas a otros señores, entidades eclesiásticas o monasterios, generando la diversidad de regímenes de propiedad —realense, abadense, solariego, behetría— que, a partir del siglo XIV, desembocarían en la concentración de poder y tierra en pocas manos. La historiografía ha definido este proceso como señorío.

Pero, a principios del siglo XIII, esta política territorial acabó ahogando a la sociedad leonesa. La ambición de los rentistas —nobleza y clero— exigía más tierras y, por tanto, más campesinos que las convirtieran en renta. Sin embargo, puesto que parte de la población autóctona había sido expulsada o masacrada, León —ahora sí— se encontró con amplios territorios despoblados. Además, la población leonesa no tenía capacidad demográfica suficiente como consecuencia de una natalidad insuficiente que impedía revertir la situación. Por este motivo, el modelo feudal leonés se convirtió, a la larga, en poco flexible; y, a pesar de aportar estabilidad social, acabó por frenar la innovación y la capacidad expansiva.

En paralelo, el feudalismo castellano —el cual también había nacido en la frontera con Al-Ándalus— se configuró a partir de una sociedad aún más militarizada, donde los campesinos eran agricultores y soldados a la vez, obligados a defender el territorio mientras producían el excedente. Por tanto, en cada nueva conquista se exigía levantar fortificaciones y establecer poblamientos que transformaban comunidades enteras en unidades defensivas.

Esta dinámica convirtió a Castilla en una sociedad extremadamente adaptable a las diferentes coyunturas expansivas de los sucesivos siglos. Por este motivo, tanto la aristocracia— y eclesiástica— como los campesinos compartían la misma función social: garantizar el dominio territorial. Mientras León preservaba un feudalismo conservador, Castilla desplegaba un sistema feudal mucho más agresivo, adaptable y dinámico, capaz de proyectarse hegemónicamente sobre el resto de territorios. Este modelo funcionó mientras hubo territorio suficiente para implementarlo, es decir, hasta el siglo XIV.

Ante este panorama de agotamiento estructural, la familia real leonesa optó por una solución “pragmática”: vender el reino de León en Castilla por una suma anual de 15.000 maravedises —unos 2 millones de euros actuales— para cada miembro de la familia hasta su muerte. El acuerdo quedó sellado en la Concordia de Benavent (1230).

Ningún señor tendría interés en poseer tierras, aguas, rebaños o molinos si no hubiera campesinos capaces de organizar procesos de trabajo estables que convirtieran el esfuerzo en renta.

El modelo extractivo castellano

Tras la compraventa del reino de León, su integración en la órbita castellana no solo transformó el equilibrio político peninsular, sino que marcó un punto de inflexión en el modelo de explotación del territorio. La antigua diversidad de estructuras políticas y económicas quedó absorbida por un sistema de gobierno que concentraba el poder y la tierra en manos de una minoría rentista, a menudo absentista, que vivía alejada de la actividad productiva. Estas élites, ya fueran la monarquía, la gran nobleza o la alta jerarquía eclesiástica, se desvinculaban progresivamente de las necesidades materiales de la población y se centraban en la perpetuación de sus privilegios.

La economía peninsular castellana evolucionó hacia un modelo extractivo en el que la riqueza no provenía de la innovación, la manufactura o el comercio interno, sino de la capacidad de extraer rentas agrarias y fiscales de unas masas campesinas sometidas, después de haber experimentado el proceso de señorío o pérdida de libertades. Ahora el territorio era percibido como una fuente inagotable de explotación, y no como un espacio de innovación. Esta lógica consolidó una estructura de desigualdad sistémica, en la que el trabajo productivo quedaba relegado a las capas más bajas, mientras las élites concentraban la riqueza y el poder político.

Cuando, a partir del siglo XVI, empezaron a llegar a la península las remesas masivas de oro y plata procedentes de América, este colosal influjo de metal precioso no se destinó a diversificar la economía, crear infraestructuras o impulsar una base industrial propia. Al contrario: se convirtió en combustible para financiar guerras lejanas, sostener una corte profundamente corrupta, mantener una aristocracia cada vez más parasitaria y pagar deudas perpetuas con banqueros alemanes e italianos. La corrupción no era una desviación del sistema, sino un pilar de su funcionamiento: el reparto de honores, cargos y privilegios servía para asegurar lealtades políticas y perpetuar el círculo rentista. El resultado fue que, mientras las arcas reales castellanas veían entrar toneladas de oro, las estructuras productivas internas seguían ancladas en patrones medievales y dependientes de la extracción de rentas.

Así, a su llegada al siglo XVIII, Castilla arrastraba un déficit estructural que convertía la debilidad del tejido urbano, la fragmentación de los mercados y la persistente concentración de la tierra en obstáculos insalvables para la modernización y la industrialización. Las estructuras señoriales, la falta de una burguesía autónoma capaz de desafiar al poder aristocrático y la preeminencia de rentas agrarias sobre la producción manufacturera habían moldeado un país dual: un norte con algunos núcleos urbanos dinámicos pero sin capacidad de tracción, y un sur dominado por grandes latifundios improductivos.

Este desequilibrio no era fruto de circunstancias puntuales, sino la continuación —bajo nuevas formas y nuevos nombres— del modelo económico y político nacido con la integración de León en Castilla. Un modelo que sobrevivió intacto a cada cambio de dinastía y que, con la llegada de los Borbones, no únicamente no se reformaría, sino que acabaría amplificándose.

 

Una dinámica que pervive hasta la fecha

A principios del siglo XVIII, la muerte del último Austria desencadena una cruenta guerra sucesoria. Cuando finalmente el trono hispánico pasa a manos de los Borbones, muchos creyeron que sería el inicio de una reforma profunda del Estado, dado que Felipe V heredaba una hacienda saneada gracias a la gestión de su predecesor, Carlos II, ya la primera deflación controlada documentada en Europa occidental. Las arcas reales presentaban superávit, una situación inaudita para un monarca acostumbrado a la corte francesa permanentemente endeudada por los lujos pantagruélicos de Luis XIV.

Pero en poco menos de diez años, aquella almohada económica se volatilizó. El centralismo borbónico no reformó el sistema, sino que lo blindó. El Estado siguió viviendo de las rentas y dependiendo de recursos externos, mientras el patrimonio público seguía al servicio de los intereses privados de los círculos de poder —una inercia que, de hecho, ha llegado hasta nuestros días.

El nuevo aparato administrativo, calco del modelo francés, marcado por la mentalidad del hexágono francés —aquella concepción de que Francia no es solo un estado, sino un proyecto territorial que siempre se quiere más compacto, más controlado y con fronteras “perfectas”— sirvió para controlar más directamente todos los territorios peninsulares y el flujo de riqueza que se generaba. Por tanto, este sistema no fue empleado para modernizar la economía, y menos aún para redistribuir oportunidades. El clientelismo, la corrupción y el reparto de cargos a fieles no solamente se mantenían: se convirtieron en una estructura sistémica. De esta forma, el desequilibrio histórico entre los territorios peninsulares se consolidó de forma perpetua.

Castilla arrastraba un déficit estructural que convertía la debilidad del tejido urbano, la fragmentación de los mercados y la persistente concentración de la tierra en obstáculos insalvables para la modernización y la industrialización.

El hexágono que nunca se cierra

En definitiva, el cambio de dinastía no supuso el nacimiento de una España moderna, sino la continuidad de un mecanismo secular, ahora con acento francés y envuelto en un relato más pulido. Un relato que bebía de la mentalidad expansionista del hexágono, pero todavía hoy inacabado.

Siguiendo esta lógica política, Castilla llegó hasta las Cortes de Cádiz (1812) —en plena guerra contra Napoleón— para formular por primera vez “España” como estado unitario. El objetivo de fondo era la homogeneización territorial, algo que nunca llegó a alcanzarse debido a la existencia de una diversidad lingüística, jurídica, cultural y económica interna.

La derrota de Napoleón y el posterior Congreso de Viena (1814–1815) dibujaron un nuevo mapa continental. Las grandes potencias europeas, obsesionadas con contener a Francia, crearon varios “estados tapón” —como Países Bajos, Baviera o Piamonte-Cerdeña— para frenar posibles expansiones futuras francesas. En este contexto, Cataluña, por su posición geográfica, identidad histórica y tradición política, tuvo la posibilidad de convertirse en la cuarta pata de este cinturón defensivo en el sur. Pero la combinación de una España gobernada por un Fernando VII absolutista y desacreditado, y de unas élites económicas catalanas más interesadas en mantener los privilegios comerciales en el imperio que en redefinir su soberanía, cerraron aquella oportunidad histórica. Un episodio que demuestra que las fronteras no siempre las marca la geografía, sino las decisiones —y a renuncias— políticas.

Desde entonces, el sistema clientelar y la corrupción estructural española no sólo han sobrevivido, sino que se han adaptado a cada régimen: de las redes de influencia tejidas durante la expansión feudal, evolucionadas después por el proceso de señorío del Antiguo Régimen, a los caciques del siglo XIX, a las elites de la Restauración, a los intermediarios XX y XXI. El mecanismo ha sido siempre el mismo: concentrar poder y recursos en una minoría afín, mientras se proclama un discurso cohesionador que ignora o borra las diferencias internas.

Y aquí es donde el concepto de “Reconquista” se convierte en la pieza clave de toda la ideología política española de los últimos doscientos años. A través de un relato aparentemente histórico—con una duración ininterrumpida de unos mil años— este concepto fue utilizado por las élites castellanas no solo para justificar la unidad, sino para presentarla como condición indispensable para sostener la propia estructura del Estado. Esta estructura se alimenta creando dependencias económicas y políticas de las élites territoriales frente al centro: privilegios, contratos, cargos y ayudas que aseguran su lealtad y neutralizan cualquier disidencia. Sin esta red de dependencias —donde la corrupción actúa como cemento—, el sistema se convertiría en ingobernable.

Asimismo, esta dinámica del Estado español también ha generado una resistencia interna en algunos territorios que, pese a las presiones, han sabido luchar por preservar su singularidad, lengua, cultura e instituciones propias. Pero esta resistencia —a menudo menospreciada— también ha tenido que combatir no solamente la ofensiva del centro, sino la traición de aquellos que, sin escrúpulos, han vendido su país a cambio de favores y rentas perpetuas.

Así, la imposición de la supremacía castellana sobre la pluralidad peninsular es el mecanismo que permite perpetuar esa arquitectura de poder. El hexágono todavía está inacabado, no por falta de voluntad centralizadora, sino porque la realidad peninsular —radicalmente diversa desde sus orígenes— nunca se ha acabado homogeneizando hacia el centro. Únicamente una mirada poliédrica permitiría a España vertebrarse definitivamente.

 

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La Unión Europea se enfrenta a su declive político, económico y militar en el mundo. Los intereses particulares de los diferentes Estados le privan de una voz fuerte en el contexto internacional, donde habitualmente actúa supeditada a los deseos de Estados Unidos. En este contexto, la soberanía real de Europa es casi una utopía.

 

Se avecinan tiempos convulsos en Europa. La guerra de Ucrania ha disparado la tensión con Rusia, que cada vez estrecha más sus lazos con China. El conflicto ha llevado a los gobiernos europeos a reforzar su alianza con Estados Unidos y replantearse sus políticas de defensa y energía. Además, la guerra ha provocado tensiones en el propio seno de la Unión Europea, que probablemente vayan en aumento.

¿Dónde podemos llegar? Es difícil de decir. Europa ha recorrido un largo camino desde el plan Schuman de 1950 y el Tratado de Roma de 1957, que la ha convertido en la segunda mayor democracia y la tercera mayor economía del mundo. Pero, tras el sueño de unión y prosperidad europea que trajo consigo la caída del bloque comunista en 1989, el idealismo europeo se ha ido derritiendo como un azucarillo. Lo ha hecho en un “desorden internacional” tutelado por Estados Unidos y marcado por crisis económicas, pandemias, un proceso de desglobalización parcial y conflictos entre las grandes potencias. 

Nunca como ahora, la Unión Europea había tenido que hacer frente a una situación internacional que avanza hacia la multipolaridad y está plagada de crisis que plantean numerosas amenazas y retos. Y ni siquiera ha sido capaz de desarrollar la tan ansiada Política Exterior y de Seguridad Común (PESC). 

Una certeza: la política exterior sigue siendo uno de los elementos menos integrados de la UE. Así lo demostró, por ejemplo, el canciller alemán Olaf Scholz en un viaje a China a principios de noviembre de 2022. Esta visita recibió una lluvia de críticas por parte de los socios europeos porque denotaba un unilateralismo descarnado, ya que los intereses de Alemania chocaban con los del resto de los miembros de la Unión Europea. 

 

La desunión europea

No es ningún secreto que cada país defiende sus intereses. Como advertía recientemente Martin Wolf, responsable de economía del ‘Financial Times’, algunos de los principales problemas a los que se enfrenta la UE tienen su origen en el hecho de que no es un Estado, sino una confederación de Estados. De ahí se derivan las dificultades de gestionar economías divergentes dentro de una unión monetaria en la que el Banco Central Europeo desempeña un papel esencialmente político para evitar desequilibrios insalvables entre las diferentes economías. 

Se echa de menos una verdadera integración. La realidad es que el mercado único europeo no está integrado como lo está el estadounidense, por ejemplo. La falta de dinamismo en un sector crucial en la actualidad, como lo es el de las tecnologías de la información y la comunicación, se explica en gran medida por este hecho. Es sintomático que solo una empresa europea, ASML, figure entre las diez empresas tecnológicas más valiosas del mundo. 

Nada invita al optimismo. En un contexto internacional más fragmentado y con mayores pulsiones nacionalistas, incluso Alemania, que es el auténtico motor de Europa, cada vez tiene más dificultades para encontrar mercados que absorban su producción. Los elevados costes energéticos son una amenaza para su industria pesada. Y se añade el empuje de China y los avances de Estados Unidos hacia una política intervencionista y proteccionista. 

Esta situación hace que se eche de menos una verdadera política europea común, lastrada por los intereses nacionales particulares, que incluso amenazan la existencia del mercado único. 

 

El rol europeo en el mundo

Una cuestión vital para Europa, como señala Wolf, es definir qué papel quiere desempeñar en el mundo, si desea seguir siendo un aliado “servil” de Estados Unidos, convertirse en un puente entre bloques o recuperar el estatus de potencia. La primera opción parece la más plausible, ya que para volver a convertirse en una potencia necesitaría una unión política y fiscal mucho más profunda, además de superar las desconfianzas internas.

El ascenso de China, India, Rusia y otros países como potencias económicas y militares obliga a la Unión Europea a ser un actor con una única voz en asuntos de importancia global si aspira a ser uno de los “polos” relevantes en el futuro multipolar. Pero, cuanto más activa e independiente quiera ser la Unión Europea, más crucial será profundizar en su federalismo, un proceso plagado de espinas por las reticencias nacionalistas.

El auge populista

El avance de los movimientos populistas en Europa desde la crisis financiera de 2008 y la crisis migratoria de 2016 supone una amenaza en este sentido. La mayoría se caracterizan por su euroescepticismo, ya que consideran que la raíz de los problemas socioeconómicos en Europa es la integración europea y la toma de decisiones de Bruselas. 

No estamos ante un movimiento marginal: un estudio del Pew Research Center muestra que los partidos euroescépticos ya ocupan el 29% de los escaños del Parlamento Europeo, la cifra más alta de la historia. Por tanto, una parte importante de quienes toman las grandes decisiones sobre el futuro de la Unión Europea son también quienes se oponen a una mayor integración. Y, sin esa integración, es difícil que Europa recupere un papel protagonista en el panorama internacional.

 

Escasos avances

La Unión Europea estableció diversas prioridades para el periodo 2019-2024, entre ellas la protección y la libertad de los ciudadanos, el desarrollo de una economía fuerte, la sostenibilidad en Europa y la promoción de los valores e intereses europeos a escala mundial. Por desgracia, los avances en estos ámbitos han sido escasos.

Vivimos en un mundo caracterizado por el desorden, el creciente proteccionismo y los conflictos entre grandes potencias. Sin duda, no es el mundo con el que soñaban los fundadores de la Unión Europea. Pero si sus dirigentes actuales desean preservar algo del espíritu original, deberían fortalecer las bases del proyecto y avanzar hacia una soberanía real de Europa. Para ello sería imprescindible frenar la desindustrialización, impulsar la transformación digital, profundizar en la integración y establecer una voz única en el mundo.

 

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La igualdad entre mujeres y hombres no solo se logra con el derecho de sufragio universal. La plena igualdad radica en cambiar las estructuras más profundas de la sociedad patriarcal. Se debe trabajar por una sociedad que refleje una verdadera relación entre iguales. Seguimos con el ejercicio histórico sobre grandes personajes femeninos de nuestra historia contemporánea.

 

A principios del siglo XIX Cataluña emprendió el camino hacia la modernidad por medio del proceso de industrialización. La mecanización de la industria textil y la vertebración del territorio, con la construcción de la red ferroviaria y de carreteras, posibilitaron que el país se convirtiera en una de las economías más dinámicas de Europa.

El capitalismo surgido de aquel proceso generó grandes beneficios para pocos a expensas de grandes desajustes sociales. Inevitablemente, apareció el movimiento obrero, que obligó a las clases más acomodadas a reflexionar sobre si era lícito obtener unos beneficios constantes sin efectuar un reparto equitativo de la riqueza. Entonces apareció la pregunta clave: ¿es inevitable la lucha de clases?

La Historia ha visto como en los últimos siglos infinidad de teóricos han abordado la cuestión. Muchos han teorizado y legitimado voluntades obreras contra la explotación laboral burguesa. E infinitud de movimientos sindicales han trabajado para liberar al obrero de la opresión del patrón.

 

Intereses contrapuestos

La lucha de clases ha llevado a los obreros a utilizar el derecho de huelga y, como última opción, el enfrentamiento físico para lograr sus reivindicaciones. Y a los burgueses, apoyados por la potencia de la plusvalía, les ha permitido presionar a instituciones públicas para contrarrestar las legítimas reclamaciones de los trabajadores. Cuando este entendimiento ha sido imposible, han aparecido la guerra y los campos de concentración.

La dialéctica sobre las estrategias revolucionarias a seguir para la abolición del capitalismo y los procesos para lograr una sociedad igualitaria —que también significaría el final de la opresión hacia las mujeres— se convirtió en el caballo de batalla del feminismo radical de la primera parte del siglo XX.

Muchas han creído que, para eliminar la desigualdad de género, primero había que luchar para acabar con las clases sociales, el patriarcado y la Iglesia. Después de todo esto, se conseguirá la emancipación real de la mujer. El sufragio universal femenino no sería suficiente, solo una ilusión progresista para controlar su voz. Por lo tanto, para las anarco-feministas había que ir mucho más allá. ¿Sería la dictadura del proletariado la que traería la plena igualdad de ambos géneros? En este proceso, ¿sería necesario también destruir el Estado, símbolo de control burgués?

Una líder libertaria

Nadie hubiera imaginado nunca que una líder anarquista como Frederica Montseny i Mañé (1905-1994) llegara tan lejos. Hija única de un matrimonio que militaba en las incipientes ideas libertarias, forjaría su carácter revolucionario ya desde muy pequeña. La adquisición de conocimiento, efectuado por línea materna, la impregnaría de un fuerte sentimiento de libertad, el cual modelaría su carácter como mujer.

Frederica Montseny entendía que la lucha de clases era el camino necesario para lograr la plena libertad individual, el poder de decisión y la elección de la forma de vida. Todo ello configuraría la esencia del individuo dentro de la sociedad. Y, en este proceso de liberación, tanto para mujeres como para hombres, sería de vital importancia la adquisición de conocimiento.

Esta líder anarquista entiende que las mujeres tienen que vivir en absoluta libertad y que debe haber un equilibrio perfecto entre mujeres y hombres. Por lo tanto, su marco mental está muy lejos del yo femenino como complemento de tú masculino que imperaba en su época, lo cual la llevaría al exilio a partir de enero de 1939.

Muy prontodestacó por su facilidad para la escritura, así que empezó a colaborar en la prensa anarquista y finalmente se afilió a la Confederación Sindical de los Trabajadores (CNT). Tanto ‘La Revista Blanca’, órgano teórico del anarquismo español, como el diario ‘El luchador’, de carácter más satírico, se convertirían en unos inmejorables altavoces para divulgar su pensamiento anarquista: entre 1923 y 1936 Frederica Montseny escribió más de seiscientos artículos.

 

Una anarquista en el Gobierno

La Historia le tenía preparado un reto enorme, de esos que te sitúan ante un dilema existencial importante. Pocos meses después de empezar la Guerra Civil, el sindicalista Francisco Largo Caballero constituyó un gobierno de unidad nacional, donde tenían que estar representadas todas las fuerzas progresistas y revolucionarias que configuraban el panorama político del Estado. Su gobierno incluiría republicanos, liberales y miembros del PSOE, el PCE, el POUM y también la CNT.

De este modo, Frederica Montseny se convirtió en la primera mujer en la historia de España que ocupaba un cargo ministerial, como fue la cartera de Sanidad y Asistencia Social. La decisión no había sido nada fácil por su ideología y la presión del sector más purista del anarquismo, que le reclamaba la renuncia al cargo.

La terquedad y la oportunidad de la situación llevaron a Montseny a impulsar el primer decreto de legalización del aborto. De este modo, se avanzaba cincuenta años al derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo.

 

Exilio forzado

Sin embargo, todo se interrumpió a raíz del triunfo del fascismo en España. En el exilio francés se toparía con el fascismo nazi, que estuvo a punto de acabar con su vida. Permaneció en Francia hasta 1977, cuando volvió para reconstruir el sindicato anarquista y proseguir con la tarea interrumpida en 1939. Sin embargo, el mundo había cambiado y la revolución había quedado relegada por el estado de bienestar.

Frederica Montseny fue una de las primeras voces que estableció una correlación directa entre la liberación de las mujeres y las ideas libertarias. No se consideró nunca feminista, a pesar de que sus tesis han acabado formando parte del cuerpo ideológico del feminismo contemporáneo.

 

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Des de temps immemorials, allò que els geògrafs grecs van definir com a Península Ibèrica, ha esdevingut el solar on s’ha construït una Història, la qual ha anat forjant diferents realitats i maneres de ser. Però amb l’esdevenir d’Espanya —a principis del XIX— diferents concepcions polítiques han cercat la manera de vertebrar-la a qualsevol preu. Per aquest motiu, alguns s’han entestat a demostrar una fictícia uniformitat històrica i territorial, pel simple fet de compartir una mateixa geografia. Catalunya ha compartit aquest solar, però la seva realitat històrica és una altra i és bo recordar-ho, ara que el debat torna a estar obert.  

 

La història tradicional d’Espanya s’ha construït d’acord amb la premissa d’atorgar un protagonisme únic a Castellaperllongada amb Andalusia i Extremadura— la qual ha estat exclusivament identificada amb Espanya. A la perifèria, especialment el llevant mediterrani i el nord-oest peninsular, se li ha permès tenir o bé un paper secundari o bé adquirir una certa rellevància de manera puntual, sobretot en els moments on la decadència castellana es feia més palesa. 

Així doncs, Castella —sempre sota una òptica negacionista— ha fet creure que existeix una “nació espanyola” i unes identitats “perifèriques” que les ha autodefinit com a nacionalitats. Però la realitat és una altra. La nació espanyola com la nació catalana o la nació basca són, existeixen, perquè són viscudes i percebudes pels qui així mateix diuen formar-ne part. Per tant, es torna a fer ús de la banalització per tal de confondre l’opinió pública i intentar evitar qualsevol procés d’autodeterminació legítim. En aquest sentit, la construcció identitària de la nació espanyola es torna ben sovint una destrucció sistemàtica de les “perifèries”, és a dir, l’espanyolisme acaba construint la seva identitat a còpia de reprimir les diferències del territori que considera nacional. 

Aquesta visió ha posat de manifest el greu problema sobre la realitat històrica d’Espanya. En primer lloc, ha evidenciat la imperfecció d’Espanya com a projecte polític atès que ha mostrat reiteradament els continus problemes d’adaptabilitat a l’estàndard occidental, sobretot pel que fa a dinàmiques d’adopció del capitalisme, el liberalisme i el racionalisme en el triple aspecte de l’econòmic, el polític i el cultural. I, en segon lloc, i encara més important, el fracàs més absolut de Castella en la seva tasca de fer d’Espanya una comunitat harmònica, plenament satisfeta amb ella mateixa i tolerant amb la resta de territoris que la componen. Si s’amaga la plurinacionalitat de l’estat, es deforma el passat.

S’ha evidenciat la imperfecció d’Espanya com a projecte polític atès que ha mostrat reiteradament els continus problemes d’adaptabilitat a l’estàndard occidental.

Esmicolant “la unitat de destí en el fet universal”

Dins del sistema escolar franquista, la historiografia es va articular en funció del concepte de “Reconquesta”, el qual es tracta d’un concepte historiogràfic —emprat encara en els currículums de secundària de Castella— que descriu el procés de recuperació —puix els musulmans no eren legítims propietaris de la geografia hispànica— del món feudal per sobre del món musulmà i jueu. Aquest procés arrencaria poc després de l’arribada dels àrabs a la península Ibèrica (segle VIII) i finalitzaria amb els Reis Catòlics (segle XV), els quals acabarien unificant “Espanya” com un Estat integral. Aquesta Reconquesta acabaria forjant “l’esperit espanyol”. 

A mitjan segle passat, un conjunt d’historiadors —a fi de legitimar els vencedors de la Guerra Civil— emprengueren la tasca de construir els arguments històrics on se sustentés el nou règim. El corpus teòric es va basar a trobar “l’essència d’Espanya”. Per tant, la historiografia espanyolista va arribar a “demostrar” que realment existien uns trets distintius de continuïtat entre el passat prehistòric fins a l’actualitat els quals defineixen aquest “esperit espanyol”.  

Actualment, les investigacions tendeixen a trencar l’homogeneïtat territorial de les províncies i mostren una predisposició cada vegada més clara a realitzar recerques que subratllin més les diferències socials i territorials, com per exemple els darrers estudis sobre els hispanogots del segle VIII, on es constaten diferències significatives entre les societats peninsulars, principalment condicionades pels hàbitats on desenvolupen les seves activitats. Les evidències arqueològiques —sense defugir de les fonts documentals— demostren fefaentment que el procés de romanització les va afectar de manera molt diferent.  

Per tant, les crisis de l’antiguitat tardana dels segles III al VIII provocarien canvis molt més profunds, els quals afectarien de manera desigual als diferents territoris peninsulars. En conseqüència, l’arribada dels àrabs a la península Ibèrica també afectaria aquestes societats de diferent manera, per la qual cosa, la idea de la continuïtat entre el regne visigot i les consegüents formacions polítiques es diluiria com el sucre.

L’arqueologia ha confirmat que la penetració del món musulmà dins el territori peninsular no va ser tan traumàtic com s’ha volgut fer creure. Les restes arqueològiques revelen que, després de la conquesta, el territori peninsular mai va ser abandonat. Per tant, tot això demostraria que molts hispanogots van professar la nova fe musulmana, no tant per convicció com per mantenir la propietat de la terra. I aquesta terra es veurà transformada per la introducció de nous sistemes de producció agrària, basats principalment en la gestió i la força de l’aigua.

Les investigacions tendeixen a trencar l’homogeneïtat territorial de les províncies i mostren una predisposició cada vegada més clara a realitzar recerques que subratllin més les diferències socials i territorials.

Deslegitimar l’origen per anul·lar la diferència 

A partir del segle IX, la majoria dels territoris peninsulars s’organitzaran com a regnes, i el rei esdevindrà el seu màxim representant. En canvi, als territoris del nord-est peninsular el comtat serà l’estructura administrativa que s’implementarà, i el comte —imposat des d’Aquisgrà— s’encarregarà d’administrar justícia, garantir l’ordre públic i gestionar la fiscalitat.

Aquest element diferenciador —com fou l’organització carolíngia del territori català— serà àmpliament combatut per la historiografia franquista a través d’una política de disminució de la seva rellevància. Per aquest motiu, se la considerarà una estructura de govern amb poca rellevància històrica i, per això es durà a terme una nul·la voluntat de difusió —tant en els cercles acadèmics com en els currículums escolars— la qual cosa afectarà el seu coneixement. 

Per tant, no ens ha de resultar estrany que aquests d’historiadors no vulguin entendre que la nostra singularitat és el resultat d’un enquadrament jurídic diferent de la matriu hispànica. El territori català serà adscrit seguint la política carolíngia de la Renovatio Imperii. Segurament, fou per aquest motiu la seva nul·la difusió, atès que l’essència d’Espanya quedava molt llunyana! 

Certament, el títol de rei és un dels càrrecs polítics més antics i coneguts. L’arrel més antiga de la paraula la trobem a l’indoeuropeu REG (regir/governar) la qual evolucionarà al llatí com a REX. En el context de les transformacions polítiques que es van succeir a partir del segle IV a l’occident europeu, amplis territoris seran governats per líders militars d’origen germànic, els quals progressivament s’alliberaran del domini de Roma i s’organitzaran com a regnes. Els nous cabdills territorials —siguin gots, francs o sueus— seguiran la seva tradició jurídica i adoptaran el títol de rex com a màxima figura política. 

Per tant, tots els sobirans peninsulars seran continuadors de la seva legalitat jurídica. Mentre que les dinasties astur-lleonesa o na­varresa o castellana continuaran utilitzant el títol de rei, el sobirà català utilitzarà el títol de comte, atès que legalment continuarà lligat a la dinastia francesa —hereva de la legalitat carolíngia a través de la família Capeta— i legitimada pel Papa, fins a la signatura del Tractat de Corbeil i ratificat al Tractat d’Anagni de mitjan segle XIII. A la pràc­tica, tots seran sobirans amb la mateixa potestat, tant si són reis com si som comtes.

El fet més paradoxal sobre la història d’Espanya —edificada a partir del concepte historiogràfic de la Reconquesta— és que es construeix a partir d’una falsa premissa com és la d’assignar una legitimitat continuadora del regne visigot vers el regne astur. 

Està àmpliament estudiada que aquesta màxima no és certa. Els experts han demostrat que les poblacions indígenes cantàbriques —siguin asturs, càntabres o vascons— sempre van mantenir una relació molt distant i bèl·lica amb el món romà, visigot, àrab o carolingi. Per tant, el seu aïllament es deuria més per un problema d’escàs enquadrament administratiu que no pas per una resistència ferotge contra uns conqueridors romans, visigots, àrabs o carolingis. En conseqüència, el pamflet propagandístic que suposen les tres cròniques d’Alfons III d’Astúries —sobretot l’Albeldense, que de fet és d’on surt el famós concepte de Reconquesta— s’han de llegir com allò que són: una legitimació jurídica davant l’opinió pública (i Déu) de l’agressió efectuada contra una part de la població hispànica que l’única cosa que tenen de diferent —respecte a la resta de la població— és que professen una religió diferent.

La història d’Espanya —edificada a partir del concepte historiogràfic de la Reconquesta— es construeix a partir d’una falsa premissa.

La voluntat d’alterar la realitat

In Dei nomine. Ego Ramirus, Dei gratia rex aragonensis, dono tibi, Raimundo [Berengario], barchinonensium comes et marchio, filiam meam in uxorem, cum tocius regni aragonensis integritate, sicut pater meus Sancius, rex, vel fratres mei, Petrus et Ildefonsus és, sens dubte, un dels fragments claus de la història de Catalunya que ha suscitat major bel·ligerància historiogràfica, sobretot per la part aragonesa. 

Aquest fragment correspon a les famoses “Capitulacions Matrimonials de Barbastre”, les quals van ser ratificades amb la “Renúncia de Saragossa” —ambdues de l’any 1137— per la qual el rei Ramir II d’Aragó, el Monjo, comunicava públicament als seus súbdits que donava la seva filla, el seu regne i els seus honors al comte Ramon Berenguer IV, comte de Barcelona, i que aquesta donació se segellarà a través del matrimoni entre el comte de Barcelona i la seva filla, Peronella.  

En conseqüència, el comte de Barcelona serà nomenat príncep hereu d’Aragó, i Ramir —tot i mantenir el títol— retornarà al monestir de Sant Pere el Vell d’Osca, d’on va sortir a correcuita per ser coronat rei. Per la seva banda, Peronella —amb tan sols un any— serà enviada a Barcelona per ser educada com a futura comtessa consort de Barcelona i reina d’Aragó. Tretze anys més tard, el comte Ramon Berenguer es casarà amb ella a Lleida, un cop va tenir l’edat legal per fer-ho, o sigui, catorze anys. Aleshores, serà el primogènit d’aquesta unió —Alfons el Trobador— qui esdevindrà la primera persona que ostentarà els dos títols —el de comte i el de rei— la qual cosa legitimarà la nova concepció política sorgida d’aquella donació. 

La realitat històrica no manipulada referma el fet que després de la “Renúncia pública de Saragossa” el regne d’Aragó quedà en un segon pla polític, atès que voluntàriament s’havia desposseït del seu valor successori, element clau al segle XII. Malgrat això, els successius comtes de Barcelona respectaran i mantindran sempre totes les institucions aragoneses, marcant l’inici de la Confederació Catalanoaragonesa. 

Per tant, és bàsic no caure en el parany polític que circula entre certs cercles espanyolistes, els quals argumenten que Peronella d’Aragó fou l’element clau que va permetre annexionar els comtats catalans al regne d’Aragó. Voler fer creure que una princesa d’un any enamori a un comte de Barcelona de vint-i-quatre anys, i que aquest —en plena expansió dels seus dominis— ofereixi els seus territoris a Aragó a canvi d’obtenir “un títol de més prestigi”, és ser un neci! I per reblar el clau, el fet de construir dues genealogies paral·leles —Alfons I de Catalunya és el mateix que Alfons II d’Aragó— demostra que existeix maldat i voluntat de tergiversar la realitat. 

La veritable problemàtica a la qual s’enfronta Aragó a principis del segle XII és la de trobar una solució jurídica al testament del rei Alfons I el Batallador, el qual havent mort sense descendència, havia donat tots els seus territoris als Ordes militars, i això va provocar un terrabastall institucional. Els castellans —aprofitant aquest buit de poder i legitimats per la repudiada exmuller del rei— iniciaren la invasió de Saragossa, seguida per la desconnexió de Navarra a través de la figura de Garcia Ramírez, conegut com el Restaurador. D’aquesta manera, Aragó quedava molt debilitada econòmicament amb el consegüent risc de desaparèixer. 

En contra del que han difós els extremistes aragonesos, la unió d’Aragó amb els comtats catalans va ser l’única sortida viable per a l’oligarquia aragonesa. Va ser l’única forma per frenar la pressió exercida, tant per castellans com per navarresos, i així poder potenciar la seva economia agrària i ramadera amb una sortida clara als mercats mediterranis.

Voler fer creure que una princesa d’un any enamori a un comte de Barcelona de vint-i-quatre anys, i que aquest —en plena expansió dels seus dominis— ofereixi els seus territoris a Aragó a canvi d’obtenir “un títol de més prestigi”, és ser un neci!

Posar els límits al poder

A finals del segle XI, una nova mentalitat aparegué dins la societat barcelonina, la qual es basà en el treball, la moral empresarial i l’amistat. Per aquest motiu, Barcelona va poder desenvolupar una forma pròpia d’acumulació de capitals, assentada en l’augment i la millora de la producció agrícola del seu territori, cosa que li permeté esdevenir l’epicentre administratiu dels comtats catalans. Les nocions de benefici, d’inversió i de capital cristal·litzen al llarg del segle XII i condueixen als comtes de Barcelona a la conquesta de les ciutats de Tortosa, Lleida i Balaguer, i a l’intent frustrat de conquerir Mallorca. 

I tot plegat serà possible gràcies a un clima d’estabilitat social que després del terrabastall polític que havien suposat les revoltes feudals, es van acabar imposant les convenientiae o pactes feudals entre iguals. A partir d’aleshores, la cultura del pacte es va anar generalitzant per tots els comtats catalans i esdevindrà una de les particularitats de la nostra manera de ser. Fruit d’aquell pacte, es redactaria la primera versió dels Usatges de Barcelona, base del dret consuetudinari català. 

De manera gradual, la sobirania catalana s’anirà repartint entre els diferents braços —comte, noblesa, clergat i ciutadans honrats— que representaran gran part de la societat. Per tant, aquesta política constitucionalista serà un dels trets distintius de la Corona que a partir del segle XIII s’anirà ampliant a mesura que es continuïn executant les polítiques expansionistes comtals. Aquests nous territoris seran configurats com a Estats, on la Corona vetllarà per a mantenir les particularitats de cada territori. Aleshores, Catalunya passarà a definir-se com a Principat, atès que la seva màxima autoritat serà la figura d’un príncep o el primer entre iguals

A diferència de la resta de territoris peninsulars —on la problemàtica del poder se centrarà sobre la sacralització— a Catalunya, el conflicte se situarà sobre el seu ús. La constant evolució del dret català acabarà atorgant poder al comte per cessió (entre iguals). Per tant, se l’obligarà a gestionar correctament la seva despesa i a respectar els diferents furs, costums, privilegis o usatges dels seus territoris. D’aquesta manera, es fomentarà el pactisme entre iguals, amb la finalitat d’equilibrar els interessos econòmics entre la noblesa, el clergat i la burgesia, a fi de mantenir l’estabilitat social.  

Com a resultat —i molt abans que els anglesos— les Corts Catalanes esdevindran el model perfecte de parlamentarisme, les quals constituiran el nucli de la tradició pactista catalana que ha arribat fins als nostres dies. Malauradament, amb la derrota del 1714 i la implantació del Decret de Nova Planta, la Confederació Catalanoaragonesa va ser fulminada i esmicolada en diferents províncies d’una nova monarquia centralitzada que governaria per a tota la península Ibèrica sense diferències legals.  

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La primera ley de Newton apunta que un objeto siempre tiende a estar o bien en reposo o bien en un movimiento uniforme y rectilíneo, a menos que una fuerza externa le obligue a alterar su estado. Por este motivo, si una fuerza centrípeta actúa sobre este objeto, este se verá atrapado por una fuerza invisible llamada central. De este modo, el objeto verá alterado su movimiento, modificada su inercia y se le complicará volver a su estadio físico original.

 

El economista e historiador aragonés José Larraz López, miembro destacado de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, escribió el 1943 un interesante libro de economía titulado “La época del mercantilismo en Castilla (1500-1700)”. Por quien fue procurador a las Cortes franquistas y ministro de Franco el 1939, apenas acababa la guerra civil —por lo tanto, hombre comprometido hasta el muelle del hueso con la dictadura franquista— a la hora de referirse a la unidad de España argumentaba que aquella realidad política —entre los siglos XV y el XVIII— había estado muy diferente respecto a la de su tiempo. En consecuencia, no era posible hablar de la existencia de un mismo Estado unitario —España— durando todas aquellas centurias, cosa que sí qué pasaría a partir de la llegada de Borbones.

El hecho es que tanto Galicia, Asturias, Cantabria, León y Castilla —el núcleo primitivo del reino— como las tres provincias vascas —Álava, Guipúzcoa y Vizcaya—, más Extremadura, Andalucía y Murcia acabarán formando parte de un mismo cuerpo integrado. De este modo, la parte central de la península Ibérica —el espacio que va desde el litoral cantábrico hasta el estrecho de Gibraltar— acabará compartiendo una misma frontera, y los territorios serán legislados por unas mismas Cortes —las castellanas— que utilizarán una misma moneda y todos juntos seguirán una misma política económica y fiscal. Perdón, menos las tres provincias vascas que, ya desde el siglo XIV, quedarán exentas de todas las cargas impositivas castellanas. Por lo tanto, queda patente que el resto de territorios peninsulares —Portugal y la Confederación Catalanoaragonesa— nunca formaron parte de esta matriz castellana.

Ciertamente, a mediados de siglo XV, la península Ibérica estaba dividida en cinco bloques políticos de importancia desigual: Portugal, los territorios de la corona de Castilla, el reino de Navarra, la Confederación Catalanoaragonesa y el emirato musulmán de Granada. De hecho, a mediados de siglo XV, cada uno de aquellos conjuntos de territorios acabarán para adquirir una personalidad muy diferenciada, y se constituirán en sociedades originales, con sus costumbres, sus particularidades jurídicas, sus propias instituciones y, incluso, con su propia lengua.

Que un historiador de la época más oscura de la dictadura —como es José Larraz López— sirva para combatir la colosal desinformación o ignorancia querida por el españolismo actual. Esto tendría que avergonzar una parte de la clase política, los medios de comunicación —incluidos los “influencers” escondidos detrás las redes— que una y otra vez, desde sus supremas tribunas no se han cansado ni se cansarán nunca de proclamar la existencia de una España unitaria desde hace más quinientos años.

La oligarquía castellana —desde hace demasiado tiempo y aunque hablando catalán en la intimidad— repite una y otra vez el mismo error cuando hablan de España como realidad política ya desde el siglo XV, refiriéndose como “la nación más antigua de Europa”. Si entendieran de una vez por todas que desde el siglo XV hasta principios del XVIII, Castilla llevó a cabo una política de nula de integración del mundo mediterráneo —y portugués—, y que esta solo sería posible gracias al uso de la fuerza. Esta debería ser combinada con una represión persistente y a un expolio constante de los recursos económicos a fin de modular sus legítimas aspiraciones, seguramente los ayudaría a entender muchas cuestiones que nos suceden hoy en día como Estado. Y más concretamente, los ayudaría a entender que el proyecto de España —tal como está planteado desde la llegada de Borbones— es del todo insostenible.

“A mediados de siglo XV, la península Ibérica estaba dividida en cinco bloques políticos de importancia desigual: Portugal, los territorios de la corona de Castilla, el reino de Navarra, la Confederación Catalanoaragonesa y el emirato musulmán de Granada.”

El inicio de las divergencias hispánicas

Después de las Navas de Tolosa, Castilla se adentró definitivamente por el interior de la Meseta inferior, cosa que le provocó una etapa de extrema euforia viendo las posibilidades que le ofrecía el nuevo territorio. Pero pronto se dio cuenta de que, a pesar de tener mucha voluntad, tropezaba con el mismo problema qué había topado León a finales del siglo XII. Después de la Concordia de Benavent —acuerdo de compra del reino de León por parte de Castilla— fue cuando Castilla —excepto el territorio nazarí— adquirió prácticamente el perímetro actual.

La Meseta inferior, con un terreno montañoso y abrupta —sobre todo en las zonas más próximas al sistema Central— disponía de unas tierras poco aptas para la agricultura —excepto el valle del Guadalquivir—, con escasez y poca calidad de los pastos, que sumadas a la fuerte variabilidad climática entre verano e invierno, acontecían factores demasiado adversos para poder tomar el control rápidamente. Además, hay que añadir tres elementos todavía más determinantes como son la baja natalidad de la población del norte, la nula movilidad de habitantes del norte hacia el sur —a pesar de fomentar las “presuras” o repartos territoriales— y las consecuencias de aplicar una política excesivamente represiva contra la población autóctona —argumentando tonterías— que culminará con la expulsión de los moriscos andaluces.

Todos estos factores repercutirán muy negativamente en la economía castellana porque se partirá de raíz cualquier actividad manufacturera y comercial, como por ejemplo el comercio con Oriente o África a través del estrecho. En cualquier caso, la Monarquía —a fin de prolongar su política expansiva —continuó necesitando aumentar sus ingresos regulares, cosa que contribuyó a una situación de extrema inflación, que repercutió en una alteración monetaria y generó un déficit permanente en su balanza comercial.

Como solución, la Monarquía ejerció una fuerte presión fiscal sobre algunos sectores de la población —como por ejemplo los judíos—, pero sobre todo hacia las grandes manadas trashumantes de la Meseta superior, justo en el momento que tanto Flandes como el norte de Italia se convertían en los grandes compradores de la lana castellana. Este tráfico llanero había catapultado Burgos hacia la primera línea de ciudades de Europa y convirtió el cantábrico como un importante eje marítimo verso Europa, cosa que estimuló el nacimiento de una industria textil. Pero todo se desvaneció en el momento que los intereses de la nobleza —propietaria de las tierras, fundamentada en antiguos derechos de conquista— prevalecieron por encima de cualquier iniciativa privada de los llaneros, cosa que imposibilitó el florecimiento económico de los siglos posteriores.

Ante el ahogo económico, la Monarquía —a fin de dinamizar la economía— recurrió al crédito que ofrecían las comunidades judías, asentadas en las principales ciudades hispanas. Así fue, antes que tarde, que tanto reyes, nobles como órdenes militares, comunidades eclesiásticas o “concejos” —e incluso particulares o “situados”, como se los conocía en la época— acabaron abusando del crédito, lo cual aconteció a la larga un verdadero problema interno. Ante el fuerte endeudamiento del tesoro público castellano, la Monarquía —a consecuencia de la generalización de impagos— inició una reforma de su sistema financiero, aunque el verdadero desencadenante fue la promulgación del Edicto de Granada —también conocido como Decreto de la Alhambra— por el cual los Reyes Católicos decretaban la expulsión de todos los judíos de los territorios hispanos, cosa que supuso obtener grandes bienes para la Monarquía a corto plazo.

En cuanto al resto de territorios peninsulares —sobre todo el mundo mediterráneo y el mundo atlántico portugués—, supieron encontrar en el mar una palanca de crecimiento que los permitió continuar con sus políticas expansivas. Por ejemplo, la burguesía comercial catalana supo aprovechar las consecuencias de la guerra con Francia —la famosa cruzada de Felipe Ardid— para potenciar su industria manufacturera. La creación de los Consulados de Mar y la ampliación de antiguas rutas marítimas —comenzadas en el siglo X— fueron los mecanismos de penetración que aprovechó la Confederación Catalanoaragonesa para satisfacer la demanda que tenían sus productos —trapos, herramientas de hierro, corales, cueros, especies o esclavos— tanto en los mercados peninsulares —Lisboa, Donosti, Bilbao o Sevilla— como en los mercados extranjeros de Cerdeña, Sicilia, Brujas, Constantinopla, Túnez o Alejandría.

 

Un territorio formado por “personas libres”

Desde el inicio de la expansión feudal —a inicios del siglo IX—, los territorios del noroeste peninsular se configuraron bajo la fórmula jurídica administrativa del “dominium”, fundamentada en el derecho romano, cosa que significaba que el titular de la propiedad de la tierra era un “dominus” o señor. Por lo tanto, el rey o el conde —máxima figura en la pirámide social— desde el principio aconteció el propietario final —directamente o indirecta— de todas aquellas tierras que se fueran expropiante.

Tenemos que tener presente que ningún señor tendría el menor interés a poseer tierras, aguas, manadas o molinos si no hubiera campesinos capaces de organizar procesos de trabajo estables que propiciaran la conversión del esfuerzo en una renta. Por lo tanto, con la creación de la Extremadura a partir del siglo IX, la política expansiva castellanoleonesa se ejecutó por medio de las comunidades de “villa y tierra”, las cuales acontecerían el elemento clave de organización político-jurídica dentro de los “nuevos territorios expropiados”. De este modo, el paisaje de la Meseta fue articulado a partir de la fundación de una serie de villas mayores —amuralladas y con representación a las Cortes castellanas— de las cuales dependían seis u ocho aldeas sin muralla situados alrededor de la villa principal.

Para los señores, el verdadero peligro pivotaba en la existencia —dentro de aquel vasto territorio— de comunidades campesinas libres que escaparan de aquella nueva jurisdicción. Por este motivo, crearon mecanismos que supusieran un endeudamiento brutal de aquellas comunidades de “villa y tierra” a través de las famosas cartas de poblamiento o “asentamientos” y de los contratos de “presura”, con el fin de que perdieran toda posible movilidad, quedaran adscritos en la tierra y, de este modo, aseguraran el retorno de las deudas contraídas.

Y como que la vida del rey era tan “sacrificada” —todavía hoy lo es cuando se permiten el lujo de ir a cazar elefantes— estos acababan cediendo las tierras por los servicios prestados a otros señores, entidades eclesiásticas o monasterios. Por lo tanto, dependía de quién era el rentista final —o sea, el propietario— que las tierras eran conocidas como realengas, si era del rey; si era de un abad o de un obispo; de solariego, si era de un noble o una orden militar; o de behetría, si eran los mismos aldeanos quienes escogían el señor. A la larga, toda esta tipología de propiedades contribuirá a la formación de los grandes latifundios mesetarios —conocido como el proceso de señorarización— que a partir del siglo XIV propiciará la concentración de mucho de poder, tanto económico como territorial, en una parte muy ínfima de la población castellana.

“A partir del siglo IX, la política expansiva castellanoleonesa se ejecutó por medio de las comunidades de “villa y tierra”, las cuales acontecerían el elemento clave de organización político-jurídica dentro de los “nuevos territorios expropiados.

Hacia una nueva concepción del Estado

A finales del siglo XV, el mundo castellanoleonés acabará “expropiando” unos 385.000 km² de tierras —entre la Meseta superior y la inferior—, en las cuales vivirán cerca de cuatro millones y medio de personas, incluida la población nazarí. Y al resto de la península, la población estará repartida de la siguiente manera: en los territorios de la Confederación Catalanoaragonesa vivirán cerca de novecientas mil personas en unos 110.000 km²; unos ciento veinte mil personas vivirán en 11.000 km² a Navarra; y en Portugal un millón de personas vivirán en 88.000 km².

Castilla, aunque era el territorio con más extensión de la península Ibérica, continuó experimentando continuos problemas económicos y demográficos, principalmente empujado por el proceso de consolidación del señorío, en detrimento de la agotada economía expansiva, la cual se había basado en la expropiación indiscriminada de tierras y la reasignación de propiedades a través de la coerción física.

Entonces, durante la segunda mitad del siglo XV, la Monarquía castellana inició un proceso de transformación económica a través de una reforma monetaria y fiscal, cosa que le provocó un importante desajuste social, hasta el punto que acabó repercutiendo directamente en los intereses nobiliarios. De este modo estallarán importantes disturbios por todo el reino y, al verse incapaz de calmar los ánimos, la Monarquía aplicará una política de satisfacción señorial a través del ofrecimiento de más tierras, más derechos y más pensiones vitalicias a expensas del erario público y financiado mediante un impuesto especial sobre la población de las ciudades comuneras. Y para remachar el clavo, a principios del siglo XVI, las principales Comunidades de Castilla se vieron obligadas a asumir un considerable impuesto para cubrir la compra del título Imperial —por parte de la familia de los Habsburgo— cosa que desembocó en la famosa Revuelta de los Comuneros.

Aun así, esta política tuvo un impacto insuficiente a la hora de aplacar las ambiciones señoriales, cosa que hizo aflorar la existencia de una división encara mucho más profunda en el seno de la aristocracia castellana. Pronto se palpó la existencia de dos facciones políticamente antagónicas: por un lado, encontramos las familias de los Pacheco, Villena o Girón, los cuales eran partidarios de tomar parte más activa en las grandes decisiones políticas del reino y, por lo tanto, veían necesario debilitar la Monarquía para controlarla. Y por la otra, había los Santillana o los Mendoza, que entendían que había llegado el momento de abstenerse del poder, porque la Monarquía era quien tenía que garantizar la estabilidad del reino a fin de asegurar sus privilegios señoriales… “in saecula saeculorum”.

Después de la Guerra Civil castellana (1475-1479), los dos territorios más extensos de la península Ibérica —el reino de Castilla y la Confederación Catalanoaragonesa— crearon plegados una nueva entidad política conocida con el nombre de Monarquía Hispánica, a la cual pronto le sumarían Granada (1492), Portugal (1497) y Navarra (1512). Aquel nuevo estado dinástico fue configurado con la unión de solo dos elementos clave: el ejército y la política exterior. Para el resto de elementos que configurarán el Estado moderno, como por ejemplo fronteras, monedas, leyes e instituciones, permanecerán totalmente separados.

De este modo, la configuración y reparto del poder —acordado a la Concordia de Segovia por ambas partes— se estructuró de la siguiente manera: mientras Castilla se articulará según la autoridad sacralizada de la reina y siempre por encima de la nobleza y la iglesia —gracias a una eficaz política de adormecimiento de las Cortes—, la Confederación Catalanoaragonesa se organizó alrededor de la Constitución de la Observancia, la cual obligará siempre al rey a gobernar y pactar de acuerdo con las leyes del Principado.

A la larga, Castilla ofrecerá menos resistencia a los monarcas hispanos, cosa que no pasará dentro de la Confederación Catalanoaragonesa, la cual respetando todas sus realidades jurídico-políticas, acabarán limitando las iniciativas no pactadas entre los diferentes brazos —conde-rey, nobleza, clero y ciudadanos honrados— que representarán parte de la sociedad confederada. El historiador John Elliott en su famoso libro “Imperial Spain (1469-1716)” muy acertadamente lo definió de la siguiente manera: los soberanos españoles (castellanos) eran reyes absolutos en Castilla y monarcas constitucionales en Aragón (Cataluña).

“Los soberanos españoles (castellanos) eran reyes absolutos en Castilla y monarcas constitucionales en Aragón (Cataluña).”

El imperio inconsciente

Solo el azar y los alisios condujeron a los primeros navegantes de la Confederación Catalanoaragonesa a la zona más poblada del continente americano. Desde el principio de los viajes hacia el oeste, los primeros navegantes tuvieron la certeza y la conciencia que allí donde habían llegado no eran las Indias Orientales, sino que se trataba de un territorio completamente diferente. Y al darse cuenta de este hecho, la Monarquía castellana desplegó toda su moderna maquinaria jurídica y administrativa para poseerlo legítimamente. Sin encomendarse a nadie y por derecho de conquista, la Monarquía volvió a adjudicarse la propiedad de aquellos territorios, ignorando la población autóctona.

El descubrimiento de importantes yacimientos de metales preciosos —entre México y Perú— propiciará la fundación o refundación de importantes ciudades americanas, las cuales adquirirán otro rol territorial a fin de asegurar considerables flujos regulares de riqueza hacia Castilla. Por lo tanto, actuando como nuevos ricos, Castilla gastará una cantidad indecente de recursos económicos para construir su concepto de civilización, fundamentada en el catolicismo. Esta obsesión —a veces incontrolada— los llevará a embarcarse en infinidad de conflictos de todo tipo, como por ejemplo: disputas teológicas, conflictos familiares, asuntos comerciales o fastuosas construcciones megalómanas.

Pero a principios del XVII, las minas americanas empezaron a mostrar signos de agotamiento, cosa que se acentuará a medida que avanza el siglo. Ante esta desaceleración, y a fin de mantener el mismo ritmo de gasto, la Monarquía recurrirá al préstamo de bancos alemanes —los Fugger o los Welser— y la banca genovesa de los Spínola, Centurione, Balbi, Strata y, sobre todo, Gio Luca Pallavicino. Entonces, se verá obligada a subir los impuestos y a ejercer una presión fiscal sobre el conjunto de toda la sociedad hispánica. Recordamos la famosa “Unión de Armas” de la Cuenta-Duque de Olivares. Ante una avalancha generalizada de impagos, el Estado entrará en un proceso de sucesivas bancarrotas (1627, 1647, 1652 y 1662), cosa que contribuirá a proyectarle una imagen muy desfavorable ante el resto de cancillerías europeas.

La historia de España todavía hoy continúa estigmatizada por una “leyenda negra” concebida entre los siglos XVI y XVII —tanto por los luteranos de Wittenberg como por los holandeses de Dillenburg—, la cual buscaba desmenuzar su hegemonía en el mundo. Posteriormente, con el fin de controlar las materias primas de las colonias castellanas y portuguesas, los ingleses amplificarán la propaganda protestante, como elemento clave de desprestigio ante las élites coloniales, cosa que los ayudaría a iniciar y financiar los procesos de independencia de las colonias hispanas a lo largo del siglo XIX.

La deriva borbónica

De manera reiterada, Castilla —y después España— se ha encontrado siempre ante un peligroso círculo vicioso, en el cual el gasto contraído por el Estado ha estado excesivo, y ha necesitado aumentar continuamente los impuestos para equilibrar los ingresos, cosa que lo ha llevado —de manera prolongada en el tiempo— a una desmesurada presión fiscal sobre el conjunto de la población.

Con la entrada de los Borbones —después de una larga campaña de desprestigio contra los Austrias— los problemas económicos se agraviaron cuando, a través de la utilización de continuos préstamos, représtamos, negociaciones y renegociaciones, estos solo sirvieron para satisfacer su “grandeur” personal, en detrimento de la modernización de la sociedad de acuerdo con el espíritu ilustrado que imperaba en todo Europa.

Los Borbones siempre fueron conscientes de que la única manera de sustentar económicamente todo el reino hispánico era anexionando todos los territorios peninsulares y, de este modo, configurar un nuevo hexágono geopolítico. Pero esto no fue posible porque desde finales del XVII Portugal ya no formaba parte de la Monarquía Hispánica, aunque se intentará anexionarlo en tres ocasiones durante el XIX y XX. Por lo tanto, los esfuerzos solo se pudieron centrar sobre los territorios del Levante peninsular que, primero con la guerra de Sucesión y después con los Decretos de Nueva Planta, permitió a Borbones vincular sectores productivos —maestros, artesanos y mercaderes— al nuevo sistema centralista. Como consecuencia, esta fidelización hacia Borbones les permitió —a los afines al nuevo régimen— acceder a los grandes contratos públicos, cosa que los abocó hacia una dependencia absoluta del nuevo sistema centralista la cual acabará tejiendo una red de corrupción generalizada en todos los niveles de la gestión pública.

De ejemplos no faltan, como cuando a principios del siglo XIX la reina María Cristina —viuda de Fernando VII— libró el poder a los liberales españoles, que a la vez pactaron con la burguesía industrial catalana para forjar una interesada alianza política y sociobiológica que se materializaría con la institución de un sistema proteccionista. De este modo se dilapidaba la tradición mercantil catalana y se traicionaba el espíritu del 1705, porque la negativa borbónica hacia el libre mercado del Principado con Inglaterra y los Países Bajos —sus principales socios comerciales— inició todo el proceso que convergería en el 11 de septiembre de 1714.

Tampoco con la instauración del “régimen democrático del 78” la cosa mejoró por los intereses del Levante peninsular. De hecho, sus consecuencias las sufrimos diariamente los catalanes, valencianos y baleares cuando año tras año aportamos cifras monstruosas de nuestros PIB a las arcas del Estado en pro de una “centralidad solidaria” y recordémoslo, con el visto bueno de políticos, industriales y banqueros. Y la historia continúa hasta la actualidad, cuando después de una década políticamente y social intensa, el Estado acaba de proponerle a Cataluña —pronto también se lo propondrá a València y a las Islas— una financiación singular, seguramente condicionada por una gran solidaridad. ¡En fin!

La historia ya advirtió Felipe II cuando visitó por última vez a su padre, el emperador Carlos de Habsburgo, en el monasterio de Yuste cuando le aconsejó que si quería aumentar el imperio, era necesario que situara la capital en Lisboa, porque esto significaría ligarla con el Nuevo Mundo; si quería conservarlo, la situara en Barcelona, es decir, entroncarla con la tradición clásica; y que si quería perderlo, situara la capital en Madrid. Y, efectivamente, Madrid fue la capital más mal comunicada de Europa hasta comienzos del siglo XX, cuando, gracias al desarrollo de las líneas aéreas y la construcción de los pantanos, se consiguió dinamizar aquella soledad en medio de la Meseta castellana.

Volvemos a Newton. Y ¿cómo pasaremos de una fuerza centrípeta hacia una fuerza centrífuga? Pues esta solo será posible si existe una aceleración tangencial que permita variar el módulo de velocidad del objeto y, de este modo, podrá volver a su estadio físico original. Por lo tanto, ¿será la innovación tecnológica quien provocará una aceleración del movimiento económico que aprovechándose de “el Open Banking” y “el Embedded Finance” acontezcan la fuerza tangencial que posibilite devolver a nuestro estadio original? ¡Conseguirlo está en nuestras manos!

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Y el día siguiente, nada volvió a ser igual. El estado catalán desapareció ‘ipso facto’ con la abolición de la Generalitat, la desmembración municipal y la anulación de las constituciones catalanas a raíz de la pérdida de la guerra de Sucesión (1701 -1714). Después de esto, la única administración que restó activa en Cataluña fue el ejército de ocupación, que manteniendo unos 25.000 soldados permanentes dentro del Principado, consolidó el objetivo borbónico a base de una dura represión que se prolongaría hasta mediados de siglo XVIII. Pero no todo el mundo salió mal parado…

 

A raíz de la victoria, se instalará en Cataluña de manera permanente la élite del ejército borbónico: las Reales Guardias Castellanas y las Reales Guardias Valonas, reforzadas con otros contingentes especiales de ocupación militar. El total de tropas desplegadas por todo el territorio catalán fue de un 47% respecto al resto de la península Ibérica. Y si le sumamos las desplegadas por el resto de los territorios de los Países Catalanes -València, Mallorca y Aragón- la cosa se ensarta hasta el 65%. Una invasión en toda regla.

La redacción del Decreto de Nueva Planta convertirá Cataluña en una provincia más de una nueva monarquía centralizada que gobernará para toda la península Ibérica sin diferencias legales. Por lo tanto, el sueño de una monarquía hispánica fundamentada en la existencia de diferentes reinos y realidades culturales peninsulares se desmenuzará, pero no desaparecerá. A partir de entonces solo existirán unas únicas Cortes, las de Castilla, que representarán el conjunto de los territorios peninsulares, pero se enfocarán hacia una nueva construcción política vertebrada alrededor de identificar Castilla con el nuevo Estado.

La Cataluña del siglo XVIII será un territorio gobernado únicamente por militares. El jefe supremo de la administración de Cataluña será el Capitán General. La administración territorial -los corregimientos- estarán en manos de los ‘corregidores’, que siempre serán militares. El orden público -en primera instancia- estará siempre a cargo del ejército y de las famosas “Escuadras de Veciana”. Esta institución fue fundada el 1719 por Pere Anton Veciana Rabassa, un desertor de la causa austracista que a principios del 1713 decidió ponerse al servicio del rey Borbón y crear una organización paramilitar y policial que trabajaría al servicio del Capitán General -Francisco Pío de Saboya y Moura-, con la misión de continuar reprimiendo la resistencia borbónica interna.

Veciana pondrá en marcha un sistema de fichas criminales -conocidas como ‘sumarias’- que permitirán al cuerpo sistematizar la información policial. También creará una red de confidentes por el territorio y organizará los primeros agentes infiltrados dentro de la resistencia. En 1735, Veciana tendrá que renunciar al cargo por motivos de edad y será entonces cuando el Capitán General traspasará las responsabilidades del cuerpo a su hijo, Pere Màrtir Veciana. Desde entonces, el mando del cuerpo recaerá hereditariamente en la familia Veciana durante cinco generaciones, hasta el 1836.

“Pere Anton Veciana y Rabassa, un desertor de la causa austracista que a principios del 1713 decidió ponerse al servicio del rey Borbón y crear una organización paramilitar y policial que trabajaría al servicio del Capitán General -Francisco Pío de Saboya y Moura-.”

Represión y terrorismo de Estado

Durante once años, Cataluña será un país sometido a una durísima represión militar, la cual se prolongará hasta el 1725, cuando intermediando el Tratado de Viena celebrado entre los representantes de Felipe V de Castilla y Carlos VI de Austria, ambas partes se reconocerán mutuamente los derechos sucesorios y se pondrá fin al pleito dinástico.

Y ¿qué pasó con los partidarios que lucharon a favor de la opción del archiduque de Austria? Durante la guerra, a medida que los ejércitos borbónicos fueron ocupando el Principado, se aplicó un tipo de ‘terrorismo militar’ que consistía en perseguir a la población local, independientemente del grado de vinculación que se hubiera tenido con la causa austracista, con el objetivo de minar la moral. Después de la caída de Barcelona, se persiguió indiscriminadamente a los principales mandos militares que no habían podido huir hacia Austria -como por ejemplo Antoni de Villarroel- y serán enviados a prisiones diseminadas por la geografía ibérica. La mayoría acabarán muriendo sin recuperar nunca la libertad u otros serán enviados a galeras.

La larga posguerra permitirá mantener la represión contra todos los elementos armados que todavía luchaban contra el nuevo ordenamiento jurídico, como por ejemplo los conocidos ‘carrasclets’. Pero también se perseguirá a todas aquellas familias que tenían miembros exiliados en Austria, y a las cuales se les prohibirá mantener cualquier relación epistolar. A los perdedores de la guerra se les embargarán propiedades y se les anularán todos sus derechos. Incluso, se les prohibirá la participación en todos los concursos públicos o la solicitud de ayudas del Estado.

El establecimiento de contingentes permanentes en Cataluña supondrá un aumento importante de la demanda militar derivada del necesario abastecimiento de las tropas reales. Según se desprende de los Manuales Generales de la Intendencia de Cataluña -institución creada para gestionar la posguerra– entre el 1714 y el 1735 se encuentran recogidos un total de 271 ‘asientos’ o contratos directamente relacionados con el abastecimiento de materiales al ejército y a la armada: pólvora, armas, trenes de artillería, uniformes, comida, herrajes por los caballos. 

Los ‘asientos’ también servían para la construcción o el abastecimiento de cuarteles, como la Ciutadella, y para producir todo lo necesario para las posteriores campañas militares borbónicas, como las de Italia. Y este abastecimiento se dará gracias a la existencia de una considerable estructura productiva, comercial y financiera que se había mantenido inalterada a pesar de la guerra, y que será capaz de producir de manera solvente los ‘asientos’ que la monarquía necesitará durante las siguientes décadas.

“A los perdedores de la guerra se les embargarán propiedades y se les anularán todos sus derechos. Incluso, se les prohibirá la participación en todos los concursos públicos o la solicitud de ayudas en el Estado.”

Colaboracionismo catalán

Entonces, la pregunta a formularnos es clara: ¿cómo fue posible mantener una estructura productiva catalana dentro del contexto bélico de principios del XVIII? ¿Cómo se pudo abastecer el ejército borbónico durante la invasión de Cataluña y el asedio de Barcelona en un territorio que desconocía completamente? Pues con la ayuda de personajes locales que abastecieron, prestaron o ayudaron al ejército de ocupación borbónico con víveres, dinero y logísticas durante todo aquel convulso periodo. Se trata de un grupo de comerciantes que cambiaron de bando -igual que Pere Anton de Veciana- a la busca de una situación personal más favorable y aprovechando las circunstancias para mejorar su posición social y económica.

Nombres como los Milans de Arenys, los Mates y los Lapeira de Mataró o los Massiques de Vilassar y muchos otros serán grandes alcurnias familiares que fundamentarán su prestigio a lo largo del siglo XVIII por haber obtenido importantes privilegios como agradecimiento por los servicios prestados durante la ocupación del Principado. Muchos de estos “ilustres” personajes serán colocados en instituciones claves para el despliegue y ejecución del Decreto de Nueva Planta, porque de otro modo no habría sido posible.

El nuevo régimen pasaría “un algodón desinfectante por encima Cataluña”, para construir posteriormente una nueva red de fidelidades locales que lo consolidara dentro del territorio. Por este motivo, colocaron al frente de instituciones claves, como por ejemplo el Tesoro General (la fiscalidad de Cataluña), la Intendencia General (abastecimiento y logística de Cataluña), las Confiscaciones de Cataluña (embargo de propiedades) o la Mesa de cambio (Banco comunal), un sector minoritario, pero nutrido, de la población del Principado que, por diferentes razones, se posicionaron al lado de la propuesta borbónica. De este modo, la monarquía combinará el principio de autoridad, representado por las leyes desplegadas al Decreto de Nueva Planta, con una gran burocracia institucional y una flexibilidad con ciertos sectores sociales locales, principalmente los maestros artesanos y mercaderes, con suficientes recursos económicos para dinamizar la economía.

La vinculación interesada de estos sectores de la sociedad catalana hacia el nuevo estado Borbón les comportó el acceso a nuevas fuentes de renta derivadas directamente de las nuevas políticas del absolutismo borbónico. La fidelización les permitirá acceder a grandes contratos públicos, lo cual les llevará a una corrupción generalizada en todos los niveles de la gestión pública.

Hasta finales de la década del 1740, Cataluña vivirá un periodo doloroso de adaptación en la nueva condición de nación vencida, siempre sospechosa de desafección. A partir de entonces, las decisiones en materia de política económica ya no se tomarán en Barcelona, sino en la Corte borbónica, siguiendo unos criterios basados en los sueños de grandeza de la nueva monarquía reinante, independientemente de las necesidades de sus súbditos.

 

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

Benet Oliva y Ricós:Els proveïdors catalans de l’exèrcit borbònic durant el setge de Barcelona de 1713/1714, Universitat de Barcelona, Barcelona, 2014.

David Ferré Gispets: Los efectos del “Contractor State” borbónico en la Cataluña de inicios del siglo XVIII, Universitat Autònoma de Barcelona, Bellaterra, 2019.

Josep Maria Delgado Ribas: ‘Barcelona i el model econòmic de l’absolutisme borbònic: un tret per la culata’, Barcelona Cuadernos de Historia, 23 (2016), pág. 225-242.

Josep Juan Vidal: Les conseqüències de la guerra de Successió: nous imposts a la Corona d’Aragó, una penalització o un futur impuls per al creixement econòmic?’, Universitat de les Illes Balears, Palma de Mallorca, 2013.

 

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Durant la Diada els catalans ens deixem endur pel romanticisme i els ídols de la resistència que van intentar preservar les llibertats. Casanova, Villarroel, Moragues, Carrasclet… però les guerres són una qüestió de diners i cal mirar-les amb fredor i autocrítica. Hi ha una colla de catalans que van optar per fer negoci amb l’invasor, essent així decisius per a la seva victòria.

 

Toni Mata. Director de continguts i mitjans d’11Onze.

 

Que les guerres les guanyen els diners és una cosa que se sap des de fa més de 2.400 anys. Ja ho va deixar escrit Tucídides parlant de les guerres del Peloponès. Però quan s’acosta l’11 de setembre els catalans tendim a treure la llista de greuges en lloc de posar-nos a pensar on la vam cagar. El cap del general Moragues exposat durant dotze anys en una gàbia, la brutalitat de la repressió, la resistència de Villarroel, la persistència de Carrasclet, el poble enterrant els traïdors fora muralles perquè “al Fossar de les Moreres no s’hi enterra cap traïdor”… Tot això està molt bé. Però qualsevol país que pretengui ser-ho s’ha de prendre una mica més seriosament a si mateix i deixar-se de romanços. Si l’any 1714 Catalunya va caure va ser perquè es va perdre una guerra i, si es va perdre va ser per molts factors. Un dels que va ser clau és el col·laboracionisme.

 

Qui es va fer ric amb la victòria de Felip V?

L’avenç de Felip V per Catalunya no hauria estat possible sense que una sèrie de catalans hi contribuïssin prioritzant el benefici econòmic individual per davant del país. Potser aquells ciutadans no tenien consciència de país, però qui sí que la tenia era l’exèrcit borbònic que, tal com explica l’historiador d’11Onze Oriol Garcia en aquest article, va mantenir el 65% de les seves tropes als Països Catalans durant anys per consolidar la invasió.

Efectivament, hi ha catalans que van decidir fer negoci amb els Borbons mentre aquests destruïen el país i les llibertats de tots. I es van fer rics! Es van fer rics subministrant aliments o tota mena de necessitats que tenia l’exèrcit invasor a mesura que avançava. Què hauria passat si aquests subministraments bàsics haguessin quedat tallats a la rereguarda? Felip V hauria pogut mantenir la contesa bèl·lica? Fa de mal dir, però és ben sabut que la flota naval austriacista (que comptava amb el suport català) era capaç de mantenir el subministrament de les seves tropes, però la borbònica no. Depenien del que poguessin comprar a terra ferma.

Per això, a 11Onze hem volgut demanar al nostre historiador que se submergís en els estudis sobre aquesta idea: quins catalans hi van guanyar amb la victòria de Felip V? És a dir, qui el va ajudar i se’n va beneficiar? I el resultat és espaordidor. Prop d’una trentena de famílies catalanes es van fer riques traint el seu propi país. Famílies que van obrir les portes a l’invasor i van ser convenientment recompensades amb contractes públics a partir de 1714. La nova elit catalana es va configurar durant la guerra de Successió. El poble intentava resistir, però alguns apostaven per intentar fer fortuna a costa d’entregar el país a l’enemic. Hem llistat els casos més rellevants, amb noms i cognoms, perquè més de 300 anys després siguem més conscients que mai que alguns catalans van tenir un paper clau en la derrota de Catalunya. 

 

Trencar la dependència

És el que en podríem anomenar, les paguetes de 1714, fent un símil amb la terminologia actual. La història és reiterativa i és imprescindible conèixer-la per detectar els errors que duen a les desgràcies. És possible defensar Catalunya i que el teu negoci o el de la teva família depengui directament dels ajuts espanyols de l’ICO? O el teu sou? La història diu que no. De la història sabem que és impossible parlar cara a cara o defensar-se d’algú de qui tens una dependència econòmica. I sabem que hi ha catalans capaços de vendre a Déu i a sa mare per un plat de llenties. La consciència nacional estava al segle XVIII (i potser ara?) en un segon terme, per a alguns.

En qualsevol cas, per començar a canviar les coses és ben clar que el primer que hem de fer és dir-nos la veritat. És un compromís que tenim a 11Onze. Per això hem volgut fer aquesta revisió històrica per poder-nos dir clarament: Catalunya no va ser derrotada el 1714 perquè fos abandonada pels anglesos. No tot és culpa d’algú altre. Catalunya va ser venuda per alguns catalans. 

Descobreix les famílies que es van enriquir amb la derrota de 1714 a 11Onze TV.

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