
¡España, cuando no lo era!
La historiografía española tradicional, articulada en torno a la Real Academia de la Historia —con sede permanente en Madrid—, todavía en el siglo XXI sigue sosteniendo el concepto de “Reconquista”. Un término cargado de intencionalidad política, que sirve para alimentar a los postulados más unitaristas de la política española —especialmente de la derecha y la ultraderecha—, lo que permite perpetuar una visión monolítica y teleológica del pasado peninsular.
Por suerte, desde el fin de la dictadura franquista, una nueva generación de historiadores rompió con los dogmas impuestos por el régimen, inspirándose en las metodologías de la Escuela de los Anales y del modelo científico francés. Este giro supuso asumir que las fuentes documentales no reflejaban la totalidad de la realidad social, sino únicamente lo que el poder había decidido registrar. Así, la mayor parte de la sociedad —sobre todo las comunidades campesinas— había quedado deliberadamente excluida de ese relato épico oficial.
La progresiva incorporación de la arqueología como fuente primaria permitió compensar el sesgo documental. Esta mirada renovada desmontó la narrativa tradicional y abrió la puerta a estudiar formas de organización social y modelos de asentamiento históricamente invisibilizados. Gracias a ello, pudieron investigarse dinámicas productivas, procesos de distribución y reorganizaciones territoriales que hasta hace pocas décadas permanecían escondidos.
Además, esta metodología ha ido evidenciando las contradicciones flagrantes entre el registro documental y los restos arqueológicos, poniendo al descubierto numerosos casos de documentación falsificada, especialmente en litigios entre instituciones eclesiásticas y comunidades campesinas, sobre todo en lo que se refiere a propiedades, derechos de explotación o límites territoriales. Este hecho ha puesto de manifiesto que el poder no solamente controlaba la producción del excedente, sino que legitimaba su derecho a hacerlo.
Hoy en día, el consenso historiográfico está claro: la formación del feudalismo en la península Ibérica no puede entenderse como un proceso lineal ni homogéneo. Las investigaciones más recientes muestran que no hubo un único “modelo feudal peninsular”, sino una constelación de procesos territoriales con cronologías, intensidades y formas de articulación diversas. Lejos de una simple importación del modelo franco, el feudalismo castellanoleonés se construyó sobre una base compleja en la que confluyen estructuras heredadas de la Antigüedad tardía, transformaciones internas derivadas de la presión militar en la frontera con Al-Ándalus y la concentración del poder territorial en manos de una minoría de élites locales.
En definitiva, estos estudios han mostrado que, a lo largo de los siglos, las estructuras de poder han ejercido una coerción sistémica sobre las capas subalternas, imponiendo progresivamente la generación de excedentes para sostener a los sectores más improductivos de la sociedad. Solo a través de una mirada poliédrica —económica, social, cultural y mental— será posible comprender la complejidad de una realidad peninsular radicalmente plural y diversa, muy alejada de la simplificación que pivota sobre la supuesta e inalterable esencia de España.
La creación de una nueva realidad histórica
La expansión castellano-leonesa puede ser leída —si se quiere— como una historia del Far West por la sorprendente similitud entre ambas expansiones, tanto en la dinámica de empleo y transformación como en su posterior consolidación territorial. Así, si se sustituye las cimitarras árabes por arcos y flechas indios, las espadas por revólveres de cowboys y los castillos de piedra por los fuertes de madera del séptimo de caballería, el resultado es un relato digno de la industria cinematográfica del western.
Sin embargo, esta analogía debe servirnos para alejarnos de la épica española fundamentada en el “destino en lo universal” y asumir —de una vez por todas— que el proceso vivido por el mundo astur a finales del siglo VIII no es un hecho aislado ni, con mucho, el resultado de una idea sustancial inmundo. Se trata, más bien, de eventos plenamente similares a los que se produjeron en otros territorios del solar hispánico.
Un caso paradigmático fue el reino de Pamplona, que, solo medio siglo más tarde, adoptó un mecanismo de legitimación muy parecido: la proclamación regía —sin aval carolingio ni presión califal inmediata—, sustentada por la Iglesia y por un relato heroico —Roldán y Roncesvalles— que, a imagen del modelo asturiano real.
A partir de este postulado, podemos entender cómo se gestó la nueva realidad política del noroeste peninsular a partir del siglo IX. La aparición de una nueva oligarquía de magnates ovetenses, enriquecidos gracias a una eficiente economía del pillaje — sobre tierras califales— alteró el status quo tribal de elección colectiva, sustituyéndolo por la transmisión hereditaria del poder dentro de una sola familia. Esta ruptura con el pasado tomó forma concreta y perdurable con la fundación de una nueva capital sobre los restos de un antiguo campamento militar romano. De este modo, León se convirtió en el nuevo epicentro del poder regio astur-leonés.
El gesto no solo implicó el desplazamiento del epicentro político de Oviedo a León, sino también la adopción de una nueva intitulación —Rex Hispaniae—, lo que evocaba la noción plural de la Hispania, configurada a partir de las antiguas provincias tardorromanas. Sin embargo, los navarros proclamarán a Eneko Aritza —o Íñigo Arista— como Rex Pampilonensium, una titulación que subrayaba su autonomía y que, a su vez, reivindicaba un poder anclado en un territorio concreto y en una comunidad política diferenciada. La coexistencia de estas dos fórmulas —una de alcance peninsular y otra de raíz estrictamente regional— ilustra perfectamente la fragmentación del poder y la pluralidad de proyectos políticos que caracterizaron a la península Ibérica en la alta edad media. En definitiva, la noción de “Hispania” quedaba lejos de unificarse bajo una sola corona, sino que se convertía en un espacio disputado, donde cada reino buscaba legitimarse a partir de su propia tradición y genealogía.
La nueva dinastía leonesa reorganizó su espacio político en cuatro territorios: Galicia, Asturias, Cantabria y Bardulia— partir del siglo X, conocido como Castilla— articulados mediante una moderna red urbana concebida para satisfacer las necesidades de una aristocracia cada vez más dependiente de la política expansiva real. En paralelo, el sur fue objeto de un intenso encumbramiento militar para garantizar la seguridad del reino. Desde entonces, aquel territorio situado al sur de la frontera fue conocido— tanto como entidad política sino como espacio de marca defensiva— con el nombre de Extremadura, del latín Extrema Durii, “el extremo del Duero”
A diferencia de los valles asturianos del norte, esta Extremadura —es decir, la franja comprendida entre los ríos Duero y Tajo— ofrecía amplias llanuras y bosques aptos para imponer, de forma progresiva y coercitiva, la producción cerealística y ganadera a gran escala, base de la supervivencia del reino leonés.
Únicamente esa mirada explica el porqué del enorme dinamismo económico que la dinastía leonesa experimentó a lo largo de los siglos X–XII. Por tanto, continuando con la analogía del Far West —como un buscador de oro enloquecido—, el reino de León siempre necesitó nuevos territorios para seguir alimentando su codicia y la de sus aliados, a fin de mantener la estructura política, económica y cultural del reino.

Si se sustituye las cimitarras árabes por arcos y flechas indios, las espadas por revólveres de cowboys y los castillos de piedra por los fuertes de madera del séptimo de caballería, el resultado es un relato digno de la industria cinematográfica del western.
La propaganda como arma de destrucción masiva
Cada vez que las arcas del reino leonés exigían mayores ingresos, la receta era invariable: expandirse a costa de las tierras bajo jurisdicción califal. Esta sed constante de recursos obedecía —sobre todo— a los caprichos de las élites: la ampliación de algún palacio o catedral, el encargo de una pintura mural que respondía a gusto puramente ornamental e ideológico, la adquisición de reliquias de procedencia más que dudosa, la compra de fastuosas joyas para con especies venidas de Oriente, y —aún más importante— varios viajes devotos —y muy costosos— para venerar al Santo Sepulcro de Jerusalén. En resumen, gastos absolutamente imprescindibles para la buena marcha de la economía interna del reino.
Además, era necesario mantener una élite guerrera que garantizara el estatus de las élites, lo que representaba una sangría económica tan grande para las arcas reales —y, de paso, para las comunidades campesinas— que la única manera de legitimarla era tener a estos guerreros siempre en movimiento. No vaya a ser que, aburridos, empezaran a buscar enemigos dentro de casa, como muestran numerosos episodios documentados en el siglo XI. Ante este peligro, las élites leonesas optaron por canalizar la violencia feudal hacia afuera, inventando y magnificando a un enemigo externo: el infiel del mundo califal que, al defenderse de los ataques feudales, justificaba aún más la política expansiva leonesa.
Pero ninguna conquista puede perdurar sin un relato que le dé cobertura moral. Las crónicas —como hoy la televisión o el cine— eran el amplificador perfecto: escogían el plan, recortaban la realidad, hinchaban la victoria más escasa y escondían la derrota más humillante. Todo envuelto en un discurso heroico que convertía un saqueo en obra pía y una maniobra indigna en gesta fundacional. No explicaban lo que ocurría, sino lo que convenía que quedara para la posteridad.
Y aquí es donde entran en escena las crónicas Albeldense, Rotense y Sebastianense: plumas que escriben al ritmo que marca la espada, redactadas ex post para levantar una memoria hecha a medida. Gracias a ellas, la usurpación se disfrazó de gesta y la dinastía leonesa se autoproclamó heredera directa del legendario reino de los vasos. Paradoja suprema: la misma dinastía que, en su momento, había hecho todo lo posible para diferenciarse —o incluso renegar— de ese legado, ahora le reivindicaba como pedigrí fundacional.
Para dar cuerpo a la leyenda, no dudaron en inventar héroes como Pelayo y batallas como Covadonga —episodios que, en el mejor de los casos, solo aparecen mencionados de paso en relatos redactados siglos después de los hechos que pretenden describir. De hecho, las crónicas árabes contemporáneas ni siquiera hacen mención de ello, lo que revela hasta qué punto estos mitos son construcciones políticas más que testigos históricos.
Estas crónicas— fundamento sobre el que se levanta la idea historiográfica de la “Reconquista”— no son una ventana transparente al pasado, sino un escaparate de propaganda política y económica al servicio de una dinastía y de una aristocracia con hambre de tierras y con voluntad de perpetuar su estatus. Lejos de limitarse a explicar acontecimientos, anclan la ficción de una misión histórica y construyen un derecho inventado para intervenir sobre territorios y comunidades que, hasta entonces, habían vivido al margen de la nueva maquinaria de poder. Una ficción que, más de un milenio después, todavía respira… y que, en algunos ámbitos académicos castellanos, sigue siendo venerada con la fe ciega de un dogma.
Un territorio de “personas libres”
Desde el inicio de la expansión feudal —a inicios del siglo IX— los territorios del noroeste peninsular se configuraron bajo la fórmula jurídico-administrativa —fundamentada en el derecho romano— del dominium, lo que designaba que, como titular de la propiedad de la tierra, había un dominus o señor. Por tanto, el rey o el conde se convirtió —desde el principio— en el propietario final de todas aquellas tierras que se fueran expropiando.
Ningún señor tendría interés en poseer tierras, aguas, rebaños o molinos si no hubiera campesinos capaces de organizar procesos de trabajo estables que convirtieran el esfuerzo en renta. Por eso, a partir del siglo X, la política expansiva leonesa se ejecutó por medio de las comunidades de “villa y tierra”, que se convertirían en el elemento clave de organización político-jurídica dentro de los nuevos territorios expropiados.
Contrariamente a lo que sostiene la historiografía tradicional, estos territorios no eran un desierto en el sentido literal de la palabra, es decir, completamente vacíos de población. El término desierto se ha utilizado de forma interesada para justificar el empleo, cuando en realidad hacía referencia a zonas que no se encontraban bajo jurisdicción efectiva del poder leonés o castellano. Vivían comunidades campesinas libres, con formas propias de autogobierno y gestión de recursos, que escapaban al control fiscal y jurisdiccional de los nuevos señores.
El verdadero peligro para la aristocracia no era, pues, un supuesto vacío demográfico, sino la existencia de estos grupos independientes a someter. Para conseguirlo, se crearon mecanismos de endeudamiento brutal —cartas de poblamiento, contratos de “presura”— que inmovilizaban a la población, la adscribían a la tierra y permitían imponer la producción cerealista y ganadera a gran escala, con el objetivo de asegurar la continuidad de las rentas de los señores.
Con el tiempo, las tierras terminaban cedidas a otros señores, entidades eclesiásticas o monasterios, generando la diversidad de regímenes de propiedad —realense, abadense, solariego, behetría— que, a partir del siglo XIV, desembocarían en la concentración de poder y tierra en pocas manos. La historiografía ha definido este proceso como señorío.
Pero, a principios del siglo XIII, esta política territorial acabó ahogando a la sociedad leonesa. La ambición de los rentistas —nobleza y clero— exigía más tierras y, por tanto, más campesinos que las convirtieran en renta. Sin embargo, puesto que parte de la población autóctona había sido expulsada o masacrada, León —ahora sí— se encontró con amplios territorios despoblados. Además, la población leonesa no tenía capacidad demográfica suficiente como consecuencia de una natalidad insuficiente que impedía revertir la situación. Por este motivo, el modelo feudal leonés se convirtió, a la larga, en poco flexible; y, a pesar de aportar estabilidad social, acabó por frenar la innovación y la capacidad expansiva.
En paralelo, el feudalismo castellano —el cual también había nacido en la frontera con Al-Ándalus— se configuró a partir de una sociedad aún más militarizada, donde los campesinos eran agricultores y soldados a la vez, obligados a defender el territorio mientras producían el excedente. Por tanto, en cada nueva conquista se exigía levantar fortificaciones y establecer poblamientos que transformaban comunidades enteras en unidades defensivas.
Esta dinámica convirtió a Castilla en una sociedad extremadamente adaptable a las diferentes coyunturas expansivas de los sucesivos siglos. Por este motivo, tanto la aristocracia— y eclesiástica— como los campesinos compartían la misma función social: garantizar el dominio territorial. Mientras León preservaba un feudalismo conservador, Castilla desplegaba un sistema feudal mucho más agresivo, adaptable y dinámico, capaz de proyectarse hegemónicamente sobre el resto de territorios. Este modelo funcionó mientras hubo territorio suficiente para implementarlo, es decir, hasta el siglo XIV.
Ante este panorama de agotamiento estructural, la familia real leonesa optó por una solución “pragmática”: vender el reino de León en Castilla por una suma anual de 15.000 maravedises —unos 2 millones de euros actuales— para cada miembro de la familia hasta su muerte. El acuerdo quedó sellado en la Concordia de Benavent (1230).

Ningún señor tendría interés en poseer tierras, aguas, rebaños o molinos si no hubiera campesinos capaces de organizar procesos de trabajo estables que convirtieran el esfuerzo en renta.
El modelo extractivo castellano
Tras la compraventa del reino de León, su integración en la órbita castellana no solo transformó el equilibrio político peninsular, sino que marcó un punto de inflexión en el modelo de explotación del territorio. La antigua diversidad de estructuras políticas y económicas quedó absorbida por un sistema de gobierno que concentraba el poder y la tierra en manos de una minoría rentista, a menudo absentista, que vivía alejada de la actividad productiva. Estas élites, ya fueran la monarquía, la gran nobleza o la alta jerarquía eclesiástica, se desvinculaban progresivamente de las necesidades materiales de la población y se centraban en la perpetuación de sus privilegios.
La economía peninsular castellana evolucionó hacia un modelo extractivo en el que la riqueza no provenía de la innovación, la manufactura o el comercio interno, sino de la capacidad de extraer rentas agrarias y fiscales de unas masas campesinas sometidas, después de haber experimentado el proceso de señorío o pérdida de libertades. Ahora el territorio era percibido como una fuente inagotable de explotación, y no como un espacio de innovación. Esta lógica consolidó una estructura de desigualdad sistémica, en la que el trabajo productivo quedaba relegado a las capas más bajas, mientras las élites concentraban la riqueza y el poder político.
Cuando, a partir del siglo XVI, empezaron a llegar a la península las remesas masivas de oro y plata procedentes de América, este colosal influjo de metal precioso no se destinó a diversificar la economía, crear infraestructuras o impulsar una base industrial propia. Al contrario: se convirtió en combustible para financiar guerras lejanas, sostener una corte profundamente corrupta, mantener una aristocracia cada vez más parasitaria y pagar deudas perpetuas con banqueros alemanes e italianos. La corrupción no era una desviación del sistema, sino un pilar de su funcionamiento: el reparto de honores, cargos y privilegios servía para asegurar lealtades políticas y perpetuar el círculo rentista. El resultado fue que, mientras las arcas reales castellanas veían entrar toneladas de oro, las estructuras productivas internas seguían ancladas en patrones medievales y dependientes de la extracción de rentas.
Así, a su llegada al siglo XVIII, Castilla arrastraba un déficit estructural que convertía la debilidad del tejido urbano, la fragmentación de los mercados y la persistente concentración de la tierra en obstáculos insalvables para la modernización y la industrialización. Las estructuras señoriales, la falta de una burguesía autónoma capaz de desafiar al poder aristocrático y la preeminencia de rentas agrarias sobre la producción manufacturera habían moldeado un país dual: un norte con algunos núcleos urbanos dinámicos pero sin capacidad de tracción, y un sur dominado por grandes latifundios improductivos.
Este desequilibrio no era fruto de circunstancias puntuales, sino la continuación —bajo nuevas formas y nuevos nombres— del modelo económico y político nacido con la integración de León en Castilla. Un modelo que sobrevivió intacto a cada cambio de dinastía y que, con la llegada de los Borbones, no únicamente no se reformaría, sino que acabaría amplificándose.
Una dinámica que pervive hasta la fecha
A principios del siglo XVIII, la muerte del último Austria desencadena una cruenta guerra sucesoria. Cuando finalmente el trono hispánico pasa a manos de los Borbones, muchos creyeron que sería el inicio de una reforma profunda del Estado, dado que Felipe V heredaba una hacienda saneada gracias a la gestión de su predecesor, Carlos II, ya la primera deflación controlada documentada en Europa occidental. Las arcas reales presentaban superávit, una situación inaudita para un monarca acostumbrado a la corte francesa permanentemente endeudada por los lujos pantagruélicos de Luis XIV.
Pero en poco menos de diez años, aquella almohada económica se volatilizó. El centralismo borbónico no reformó el sistema, sino que lo blindó. El Estado siguió viviendo de las rentas y dependiendo de recursos externos, mientras el patrimonio público seguía al servicio de los intereses privados de los círculos de poder —una inercia que, de hecho, ha llegado hasta nuestros días.
El nuevo aparato administrativo, calco del modelo francés, marcado por la mentalidad del hexágono francés —aquella concepción de que Francia no es solo un estado, sino un proyecto territorial que siempre se quiere más compacto, más controlado y con fronteras “perfectas”— sirvió para controlar más directamente todos los territorios peninsulares y el flujo de riqueza que se generaba. Por tanto, este sistema no fue empleado para modernizar la economía, y menos aún para redistribuir oportunidades. El clientelismo, la corrupción y el reparto de cargos a fieles no solamente se mantenían: se convirtieron en una estructura sistémica. De esta forma, el desequilibrio histórico entre los territorios peninsulares se consolidó de forma perpetua.

Castilla arrastraba un déficit estructural que convertía la debilidad del tejido urbano, la fragmentación de los mercados y la persistente concentración de la tierra en obstáculos insalvables para la modernización y la industrialización.
El hexágono que nunca se cierra
En definitiva, el cambio de dinastía no supuso el nacimiento de una España moderna, sino la continuidad de un mecanismo secular, ahora con acento francés y envuelto en un relato más pulido. Un relato que bebía de la mentalidad expansionista del hexágono, pero todavía hoy inacabado.
Siguiendo esta lógica política, Castilla llegó hasta las Cortes de Cádiz (1812) —en plena guerra contra Napoleón— para formular por primera vez “España” como estado unitario. El objetivo de fondo era la homogeneización territorial, algo que nunca llegó a alcanzarse debido a la existencia de una diversidad lingüística, jurídica, cultural y económica interna.
La derrota de Napoleón y el posterior Congreso de Viena (1814–1815) dibujaron un nuevo mapa continental. Las grandes potencias europeas, obsesionadas con contener a Francia, crearon varios “estados tapón” —como Países Bajos, Baviera o Piamonte-Cerdeña— para frenar posibles expansiones futuras francesas. En este contexto, Cataluña, por su posición geográfica, identidad histórica y tradición política, tuvo la posibilidad de convertirse en la cuarta pata de este cinturón defensivo en el sur. Pero la combinación de una España gobernada por un Fernando VII absolutista y desacreditado, y de unas élites económicas catalanas más interesadas en mantener los privilegios comerciales en el imperio que en redefinir su soberanía, cerraron aquella oportunidad histórica. Un episodio que demuestra que las fronteras no siempre las marca la geografía, sino las decisiones —y a renuncias— políticas.
Desde entonces, el sistema clientelar y la corrupción estructural española no sólo han sobrevivido, sino que se han adaptado a cada régimen: de las redes de influencia tejidas durante la expansión feudal, evolucionadas después por el proceso de señorío del Antiguo Régimen, a los caciques del siglo XIX, a las elites de la Restauración, a los intermediarios XX y XXI. El mecanismo ha sido siempre el mismo: concentrar poder y recursos en una minoría afín, mientras se proclama un discurso cohesionador que ignora o borra las diferencias internas.
Y aquí es donde el concepto de “Reconquista” se convierte en la pieza clave de toda la ideología política española de los últimos doscientos años. A través de un relato aparentemente histórico—con una duración ininterrumpida de unos mil años— este concepto fue utilizado por las élites castellanas no solo para justificar la unidad, sino para presentarla como condición indispensable para sostener la propia estructura del Estado. Esta estructura se alimenta creando dependencias económicas y políticas de las élites territoriales frente al centro: privilegios, contratos, cargos y ayudas que aseguran su lealtad y neutralizan cualquier disidencia. Sin esta red de dependencias —donde la corrupción actúa como cemento—, el sistema se convertiría en ingobernable.
Asimismo, esta dinámica del Estado español también ha generado una resistencia interna en algunos territorios que, pese a las presiones, han sabido luchar por preservar su singularidad, lengua, cultura e instituciones propias. Pero esta resistencia —a menudo menospreciada— también ha tenido que combatir no solamente la ofensiva del centro, sino la traición de aquellos que, sin escrúpulos, han vendido su país a cambio de favores y rentas perpetuas.
Así, la imposición de la supremacía castellana sobre la pluralidad peninsular es el mecanismo que permite perpetuar esa arquitectura de poder. El hexágono todavía está inacabado, no por falta de voluntad centralizadora, sino porque la realidad peninsular —radicalmente diversa desde sus orígenes— nunca se ha acabado homogeneizando hacia el centro. Únicamente una mirada poliédrica permitiría a España vertebrarse definitivamente.
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