

Construyendo la frontera pirenaica en el s. XVII
A lo largo de la historia, el concepto de frontera ha sido objeto de múltiples interpretaciones. Para los romanos, la frontera o limas era concebida como una zona de influencia y control, más que como una línea fija. En cambio, en el mundo medieval, la frontera —como marca o extremadura— era un espacio dinámico, flexible, y a menudo cargado de oportunidades comerciales y políticas. Sin embargo, a partir de mediados del siglo XVII, la frontera se transformó en una línea jurídica de separación entre territorios, adquiriendo un carácter marcadamente administrativo.
Esta nueva concepción fronteriza tuvo consecuencias profundas en la configuración política de Europa. La reorganización del mapa político favoreció la consolidación de nuevas soberanías estatales, pero también significó la ruptura de realidades culturales, sociales, políticas y económicas que habían sido cohesionadas durante siglos. Así, cualquier persona, comunidad o territorio que cuestionara este nuevo principio de soberanía —en la unidad absoluta e indivisible del Estado— se enfrentaba a duras represalias militares y políticas.
Siguiendo esta evolución, el concepto de frontera ha sido ampliamente analizado por diversas disciplinas de las ciencias sociales. Hasta hace poco, estos estudios han estado condicionados por perspectivas político-históricas que han interpretado la frontera como elemento fundamental para la definición de los Estados. Ejemplo de ello son las teorías políticas de los siglos XIX y XX, que justificaron la delimitación precisa del territorio y el uso estratégico de la frontera como instrumento de defensa y afirmación de la soberanía estatal. Con el tiempo, la política permitió que el Estado asociara su identidad con el concepto de Nación, forzando así la unificación de diversas realidades históricas bajo el modelo de Estado Nación, aunque este proceso acabaría generando tensiones internas.
Sin embargo, los estudios más recientes de geografía histórica han permitido reformular la noción de frontera. Se ha demostrado que las fronteras no son simples líneas físicas inamovibles, sino que constituyen espacios de contacto dinámicos en los que se producen interacciones sociales, económicas y culturales constantes. Esta perspectiva desmonta la idea tradicional de frontera como un muro infranqueable y la redefine como una zona de transición y relación. Un ejemplo paradigmático de esta nueva mirada es la tesis doctoral de Oscar Jané Checa, que aporta un análisis riguroso y bien documentado sobre la construcción de la frontera pirenaica en el siglo XVII y su impacto en la realidad catalana. Estudios como éste ayudan a comprender que la frontera no es solo una división impuesta, sino también un espacio vivo que modela y transforma a las sociedades que lo habitan.
Elementos geográficos que configuran una identidad
El origen de los Països Catalans se remonta a la época carolingia, cuando, con la política de la Renovatio Imperii, se organizaron los territorios del sur de los Pirineos — desde Pamplona hasta Barcelona— en marcas defensivas frente al mundo andalusí. Hasta el siglo XIII, los condes de Barcelona mantuvieron intereses en el norte de los Pirineos, pero después de la batalla de Muret, la expansión se reorientó hacia el sur peninsular y el este insular. Este proceso fue posible gracias a tres elementos geopolíticos fundamentales.
El primer factor clave fue el mar, entendido como principal eje de comunicación y vertebración territorial. Esto permitió establecer un triángulo de riqueza entre Valencia, Mallorca y Barcelona, un modelo que —pese a los embates centralistas—, todavía persiste hoy como referente económico y cultural.
El segundo factor determinante fue la diferencia de altitud entre la Meseta castellana y el litoral mediterráneo. La estructura física de los Països Catalans ha favorecido, desde la antigüedad, una elevada densidad poblacional en las zonas litorales y en los valles bajos, en contraste con las regiones interiores más elevadas y aisladas. Esta realidad geográfica ha dado lugar a modelos de población diferenciados: una costa abierta a las comunicaciones y al intercambio, mientras que el interior ha mantenido una población más dispersa y autosuficiente.
Esta distribución puede observarse claramente en un mapa nocturno de la península Ibérica, donde las zonas más iluminadas corresponden al Valle del Ebro —Zaragoza—, el litoral mediterráneo —desde la llanura del Rosselló hasta Murcia—, el Valle del Guadalquivir, la desembocadura del Tajo, los pequeños valles del litoral cantábrico y el centro peninsular, por ser la capital. El resto del territorio permanece en la oscuridad, indicando una baja densidad demográfica que refleja la realidad de la España vacía.
El tercer factor clave es la presencia de un gran desierto demográfico. Esta área, conocida como la Serranía celtibérica, presenta una densidad de población extremadamente baja y ha sido históricamente desconectada de otras regiones peninsulares. Se trata de la segunda zona menos poblada de Europa, solamente por detrás de la Laponia finlandesa. Este desierto se extiende desde Tortosa, al norte con Zaragoza, al oeste con Madrid y al sur con Ciudad Real. Este vacío poblacional ha actuado a lo largo de los siglos como una barrera natural que ha preservado a los Països Catalans del contacto directo con el interior peninsular, reforzando su singularidad geopolítica.
Y esa separación física también se ha reproducido en el norte, donde el mediodía francés presenta características similares, aunque en menor medida. Esto explicaría por qué los territorios catalanes del Estado francés (Rosselló) y del Estado español han vivido históricamente aislados unos de otros. Solamente algunos accesos, como el Valle del Ebro —siguiendo la vía fluvial— a través del eje Tortosa-Lleida-Zaragoza y la huerta de Alicante, han permitido una cierta conexión con el interior.
Este marco geopolítico, junto a la lengua como elemento distintivo, ha consolidado la idea de un país con una estructura homogénea y con sentido propio. Más allá de la unidad lingüística de Salses a Guardamar, la configuración geográfica explica la continuidad territorial de la lengua catalana, que se expandió siguiendo un recorrido lógico sin obstáculos naturales significativos.

“El mar, entendido como principal eje de comunicación y vertebración territorial. Esto permitió establecer un triángulo de riqueza entre Valencia, Mallorca y Barcelona, un modelo que —a los embates centralistas— todavía hoy persiste como referente económico y cultural”.
Rivalidades dinásticas y enfrentamientos familiares
Después de la Guerra Civil castellana (1475-1479), los dos territorios más extensos de la península Ibérica —el reino de Castilla y la Confederación Catalano-aragonesa— crearon juntos una nueva entidad política conocida como la Monarquía Hispánica, a la que pronto se añadirían Granada (1492), Portugal (1497) y Navarra (1512). Este nuevo estado dinástico se configuró a partir de dos elementos clave: el ejército y la política exterior. Por contra, otros aspectos fundamentales del Estado moderno, como las fronteras, la moneda, las leyes y las instituciones, permanecieron totalmente separados. La Confederación Catalano-aragonesa, a pesar de formar parte de esta estructura dinástica, mantuvo inicialmente sus propias instituciones y sistemas jurídicos, generando tensiones recurrentes con la monarquía hispánica durante los siglos posteriores.
El descubrimiento de importantes yacimientos de metales preciosos —entre México y Perú— propició la fundación o refundación de ciudades americanas, que adquirieron un papel territorial estratégico para garantizar un flujo constante de riqueza hacia Castilla. Esto convirtió a Castilla en un actor económico con grandes recursos, pero también en un estado que gastaba sumas desorbitadas para construir su propia idea de civilización, basada en el catolicismo. Esta obsesión, a menudo descontrolada, le llevó a embarcarse en numerosos conflictos de diversa índole, como disputas teológicas, enfrentamientos dinásticos, asuntos comerciales y proyectos arquitectónicos monumentales. Además, a principios del siglo XVI, las principales Comunidades de Castilla se vieron obligadas a asumir un impuesto considerable para financiar la compra del título imperial por parte de la familia de los Habsburgo, lo que desató la famosa Revuelta de los Comuneros.
Con la adquisición del título imperial, Francia —gobernada en ese momento por la dinastía Valois— percibió a los Habsburgo como su principal enemigo, ya que con aquella compra, la familia de los Austrias pasaba a controlar la mayor parte de los territorios que rodeaban el reino francés. Esta situación agravaba aún más los retos económicos de Francia a mediados del siglo XVI, pues los Habsburgo, de forma indirecta, condicionaban la movilidad comercial y restringían las oportunidades de crecimiento.
En consecuencia, sectores fundamentales como la agricultura —especialmente la vid, el trigo y otros cereales— y la manufactura textil, que constituían el motor económico del reino francés, se vieron limitados por las dificultades de acceso a los mercados de Italia y de las Provincias Unidas. Ciudades clave como Lyon, París y Marsella experimentaron los efectos de este bloqueo, viendo coartada su libertad comercial y su capacidad de expansión económica.
Por este motivo —a pesar de ser una sociedad eminentemente católica— Francia apoyó a las facciones protestantes holandesas y alemanas, a fin de contrarrestar el expansionismo hispánico. Esta estrategia se inscribía en el principio geopolítico del “Grand Dessein”, que buscaba rodear los dominios hispánicos con aliados hostiles para desgastar la influencia de los Habsburgo en Europa. Como consecuencia, durante los siguientes siglos, la Monarquía Hispánica y Francia se enfrentarán enconadamente por el control de Europa.
Cambio en la dinámica económica europea
A principios del siglo XVII, las minas americanas empezaron a mostrar signos de agotamiento, una tendencia que se acentuaría a medida que avanzaba el siglo. Esta desaceleración en la entrada de metales preciosos puso en peligro la economía de la Monarquía Hispánica, que —para mantener su elevado ritmo de gasto— se vio obligada a acudir al préstamo de bancos alemanes y la banca genovesa. Esta dependencia financiera derivó en una subida generalizada de los impuestos y una fuerte presión fiscal sobre toda la sociedad hispánica. Así, la monarquía se vio forzada a buscar nuevos mecanismos de financiación, lo que le llevaría a exigir mayores contribuciones a los distintos reinos de la Monarquía Hispánica.
En este contexto, en marzo de 1626, Barcelona recibió al rey Felipe IV, quien había llegado a la ciudad para jurar las constituciones catalanas. Sin embargo, el verdadero objetivo de la visita era desatascar el ambicioso plan del ministro del rey, el conde-duque de Olivares. El proyecto, conocido como la “Unión de Armas”, pretendía que cada reino de la Monarquía Hispánica, incluida la Confederación Catalano-aragonesa, contribuyera con un número determinado de dinero y soldados, una carga que hasta entonces había recaído principalmente sobre Castilla, dado que tenía el monopolio exclusivo de los metales preciosos americano.
Sin embargo, las oligarquías castellanas no calibraron bien las implicaciones del juramento de las constituciones catalanas. Mientras éste otorgaba a Felipe IV el título de conde de Barcelona, también restringía su capacidad de disponer libremente de los recursos económicos de Catalunya. Esto significaba que el monarca necesitaba el consentimiento de la Diputación del General y de Les Corts para obtener nuevos impuestos o solicitar recursos extraordinarios, lo que limitaba considerablemente la capacidad de la monarquía para ejecutar el proyecto de Olivares.
Durante aquella visita, las instituciones catalanas le mostraron al rey más interés en la resolución de agravios que ellas consideraban esenciales que el hecho de contribuir a los conflictos militares de interés exclusivamente monárquico. Entre estas reivindicaciones destacaban la demanda de bloquear las injerencias del Consejo de Castilla en los asuntos del Principado —iniciadas en tiempos de Felipe II— la protección del comercio catalán, la limitación de los privilegios de la Mesta castellana y otros monopolios que beneficiaban a Castilla en detrimento de Catalunya, así como medidas para proteger el comercio mediterráneo ante la piratería y la competencia francesa y genovesa. De hecho, Catalunya nunca se negó a defenderse de posibles amenazas, pero rechazaba una imposición fiscal y militar que vulnerara su ordenamiento jurídico.
Sin opciones claras en el horizonte y excesivamente condicionada por su política internacional, la Monarquía Hispánica acabó por imponer una militarización forzada y un aumento de la presión fiscal —sin negociación previa— con las instituciones catalanas, lo que alimentó aún más la tensión entre el gobierno central y Catalunya Esta coyuntura de malestar fue percibida por la monarquía francesa como una oportunidad para debilitar el poder hispánico en la Península Ibérica. Desde hacía décadas, Francia buscaba fisuras en la Monarquía Hispánica y la situación en Catalunya le proporcionó el pretexto ideal para intervenir.
La oportunidad se presentó en 1639, cuando la crisis social e institucional catalana se convirtió en el terreno fértil para la insurrección. Francia actuó con una estrategia calculada de desestabilización, basada en tres grandes ejes. Primero, ofreció apoyo diplomático y político a Catalunya reconociendo su soberanía bajo protección francesa. En segundo lugar, intervino militarmente en el Rosselló y otras zonas catalanas, lo que reforzaba la percepción de que Francia podía ser un aliado contra Castilla. Por último, fomentó la división interna en Catalunya, jugando con la rivalidad entre los partidarios de la resistencia y aquellos que veían en una alianza con París una opción política viable. Con estos movimientos, Francia logró debilitar la presencia hispánica y situarse como actor clave en el conflicto catalán.

“Las instituciones catalanas le mostraron al rey más interés en la resolución de agravios que ellas consideraban esenciales que al contribuir a los conflictos militares de interés exclusivamente monárquico.”
Identidades en conflicto
Ante la represión de Felipe IV y la política centralizadora de los Austrias —encabezada por el conde Duque de Olivares—, Catalunya proclamó a Luis XIII como conde de Barcelona en 1641. Esta decisión implicó una reformulación del discurso identitario catalán, situado entre la defensa de sus instituciones propias y la necesidad de una alianza estratégica con Francia.
Sin embargo, esta vinculación con Francia no fue homogénea ni exenta de tensiones. La presencia francesa en Catalunya no supuso una integración plena dentro de la monarquía francesa, sino que generó descontento entre varios sectores de la sociedad, porque a medida que el apoyo militar francés se fue transformando en una ocupación efectiva, la desafección hacia Francia fue creciendo, favoreciendo finalmente el retorno de Catalunya bajo soberanía castellana en 1652.
La tesis de Oscar Jané Checa pone de manifiesto que la redefinición de las identidades no se produjo solo en Catalunya, sino también en Francia y Castilla. Para Castilla, Catalunya se convertía —y todavía hoy— en una región rebelde que cuestionaba el proyecto imperial de los Austrias. Mientras que para Francia, la Catalunya nororiental era un territorio que podría convertirse en un territorio fronterizo que había que administrar y asimilar. Y Catalunya —como siempre— fue oscilando entre la defensa de sus instituciones y la necesidad de encajar de alguna forma entre una de las dos monarquías vecinas.
Paralelamente, la situación financiera de la Monarquía Hispánica fue deteriorándose. Ante la incapacidad de hacer frente a las deudas contraídas, el Estado entró en un ciclo de bancarrotas sucesivas (1627, 1647, 1652 y 1662), lo que mermó su credibilidad ante las cancillerías europeas y debilitó su posición internacional. En cambio, Francia empezó a aplicar el colbertismo, una forma de mercantilismo que fomentaba la industria, las manufacturas de lujo y la navegación, convirtiéndola en poco tiempo en la gran potencia económica europea de la época de Luis XIV.
Una mañana en la isla de los Faisanes
El 7 de noviembre de 1659, la isla de los Faisanes, un islote fluvial situado en la desembocadura del río Bidasoa, entre Hendaya e Irún, se convirtió en el escenario de un momento crucial para la historia de Europa: la firma del Tratado de los Pirineos. Este acuerdo ponía fin a la larga guerra entre las monarquías hispánica y francesa, un conflicto iniciado en 1635 en el contexto de la Guerra de los Treinta Años.
La isla de los Faisanes, de dimensiones modestas, había sido elegida por su ubicación estratégica como territorio neutral entre ambas potencias. Por un lado, Luis de Haro, marqués del Carpio y hombre de confianza de Felipe IV, representaba una monarquía hispánica agotada por décadas de guerras e inmersa en un declive inexorable. Por otro, Jules Mazarin, el poderoso primer ministro de Luis XIV, defendía los intereses de una Francia en ascenso, consolidada como potencia emergente en Europa.
Francia, además, llegaba con los deberes hechos. Desde hacía meses, el jurista, historiador y eclesiástico Pierre de Marca, comisario real, trabajaba en la delimitación de la nueva frontera entre el Reino de Francia y la Monarquía Hispánica, especialmente en lo que se refiere a la incorporación del Rosselló y la Cerdanya. Su obra póstuma, “Marca Hispánica” (1688), se convirtió en una referencia fundamental en el estudio de la frontera pirenaica y en la construcción de la identidad territorial francesa. Pese a no ser geógrafo ni cartógrafo, su influencia en la configuración política del territorio le convirtió en una figura clave de la geopolítica del siglo XVII.
Cuando las plumas se unieron al papel, se confirmaba la cesión de varias plazas fuertes y territorios que reconfiguraban la realidad política de la Península Ibérica. Castilla cedía a Francia el condado del Rosselló, el Conflent, el Vallespir y parte de la Cerdanya, consolidando así la división de Catalunya. Paralelamente, el tratado estipulaba el matrimonio de María Teresa de Austria, infanta de Castilla, con Luis XIV de Francia, un enlace dinástico que pretendía sellar la paz mediante la unión familiar.
Mientras notarios y testigos certificaban el acuerdo, en Madrid y París se preparaban las celebraciones. Sin embargo, para los habitantes de las regiones afectadas, especialmente en Catalunya, la firma de ese tratado representaba una herida profunda. Y tendrán que pasar más de cuarenta años para que la Monarquía Hispánica notifique oficialmente a la Generalitat la cesión de aquellos territorios. La nueva frontera pirenaica suponía un corte definitivo en el territorio histórico, al tiempo que una brecha por donde se encendería, décadas más tarde, la guerra de Sucesión Hispánica (1701-1715). Este conflicto, con trágicas consecuencias para la Confederación Catalano-aragonesa, acabaría por instaurar el modelo borbónico en la Península Ibérica, alterando de manera irreversible el equilibrio político y nacional de la región.

“Para Castilla, Catalunya se convertía —y todavía hoy— en una región rebelde que cuestionaba el proyecto imperial de los Austrias. Mientras que para Francia, la Catalunya nororiental era un territorio que podría convertirse en un territorio fronterizo que había que administrar y asimilar.”
La fractura económica e institucional de la frontera
Uno de los elementos clave en la integración de la Catalunya Norte en la órbita francesa —aparte de la construcción de infinidad de fuertes y fortalezas como Montlluís, Bellegarde, Prats de Molló, Vilafranca del Conflent, Perpinyà, Salsas o Colliure— fue la fiscalidad, especialmente a través del impuesto de la sal, un producto esencial para conservar los alimentos. Mientras en el resto de Catalunya, la sal —proveniente de las minas de Súria y Cardona— seguía sometida al sistema fiscal hispánico, los nuevos territorios franceses se incorporaron al régimen de la gabelle, una alta tasa sobre la sal impuesta por el Estado francés, que a partir de entonces la consumirán de las salinas de Peyriac-de-Mer, Sigean y Gruissan. Este cambio obligó a los habitantes de la región a modificar sus estructuras comerciales y reforzó su dependencia económica de la monarquía francesa.
En consecuencia, muchos productos que antes circulaban libremente entre los territorios del norte y del sur de los Pirineos quedaron sujetos a tasas y regulaciones impuestas por ambas monarquías. Sin embargo, estas restricciones generaron nuevas dinámicas comerciales al margen de las leyes estatales. El contrabando se convirtió en una actividad económica de gran importancia para muchas comunidades fronterizas, que encontraban en esta práctica una forma de supervivencia y prosperidad.
Con el paso de los años, esta fractura económica se consolidó con una progresiva asimilación institucional y cultural. La administración francesa desmanteló las instituciones propias del Rosselló y la Cerdanya e impuso progresivamente la lengua francesa en la educación y los ámbitos oficiales. Este proceso selló la separación definitiva entre la Catalunya del sur y la del norte, generando una nueva frontera que trascendía la geografía y se convertía en una fractura política e identitaria que aún hoy perdura.
Última reflexión sobre la frontera contemporánea
Más de tres siglos después, la frontera trazada en el siglo XVII sigue teniendo implicaciones significativas. La Catalunya Norte, integrada administrativamente dentro del Estado francés, conserva rasgos culturales e históricos comunes con el resto de los Països Catalans, pero su integración en la República Francesa ha ido erosionando progresivamente sus especificidades. La frontera, que en el pasado era una barrera administrativa y económica, se ha convertido hoy en una separación simbólica que marca la distancia entre dos realidades políticas y jurídicas diferentes.
Estas fronteras, fijadas con la Paz de Westfalia (1648) y reforzadas por el Tratado de los Pirineos (1659), fueron concebidas como líneas infranqueables en un mundo dominado por los Estados Nación. Sin embargo, este modelo estatal ha entrado en crisis. La globalización, la construcción europea y las reivindicaciones de identidades nacionales cuestionan los límites fijados hace siglos. Alejandre Deulofeu, con su teoría de “La matemática de la historia”, afirmaba que los imperios y las naciones siguen ciclos previsibles de subida y decadencia, y que el modelo construido en Westfalia de soberanías estatales forzadas está destinado a desaparecer.
En un contexto europeo en el que las fronteras se redefinen constantemente, la Unión Europea ha permitido una mayor permeabilidad territorial, pero las tensiones identitarias y las luchas por la autodeterminación demuestran que la frontera no es solo un límite geográfico, sino también una construcción política e histórica mutable. Así como el siglo XVII fue determinante para la configuración de Estado Nación moderno, el siglo XXI plantea nuevos desafíos sobre la soberanía, identidades nacionales y el papel de las fronteras en una Europa en transformación.
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